martes, 7 de junio de 2016

Max Stirner "El único y su propiedad"


EL ÚNICO Y SU PROPIEDAD................................................................................................................1 ÍNDICE.......................................................................................................................................................3 PRIMERA PARTE....................................................................................................................................6 EL HOMBRE.............................................................................................................................................6 LA VIDA DE UN HOMBRE.....................................................................................................................6 EL ESPÍRITU.............................................................................................................................................9 LOS POSEÍDOS.......................................................................................................................................12 EL FANTASMA.......................................................................................................................................14 LA ALUCINACIÓN................................................................................................................................16 LA JERARQUÍA......................................................................................................................................23 LOS LIBRES............................................................................................................................................29



Primera parte 
El hombre 
El hombre es para el hombre el Ser Supremo, dice Feuerbach.  El hombre acaba de descubrirse, dice Bruno Bauer. Examinemos con precisión este Ser Supremo y este reciente descubrimiento.  
La vida de un hombre 
Desde el instante en que despierta a la vida, el hombre procura desembarazarse y conquistarse a sí mismo en medio del caos en que se revuelve confuso junto a todos los Demás. Pero el niño forcejea contra Todo con lo que entra en contacto, contra sus asaltos y afirma su existencia. Por consiguiente, ya que todos se mantienen sobre sí mismos y, a su vez, entran constantemente en colisión con los demás, la lucha por la supremacía de sí mismo es inevitable. 
Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa. El vencedor será el amo y el vencido será el esclavo: aquél gozará de la soberanía y de los derechos del señor; éste cumplirá con veneración y respeto sus deberes de súbdito. Pero ambos son enemigos y no deponen las armas; cada uno de ellos acecha las debilidades del otro, los hijos las de los padres, los padres las de los hijos (por ejemplo, su miedo). O el palo es superior al hombre o el hombre es superior al palo. 
He aquí el camino que desde la infancia nos conduce a la liberación: tratamos de penetrar en el fundamento de las cosas, o detrás de las cosas; para eso acechamos las debilidades de todos y en ello los niños tienen un instinto que no les engaña. Por ello nos complace romper lo que encontramos a mano, gustamos de escudriñar los rincones prohibidos, explorar todo lo que se oculta a nuestras miradas, ensayamos nuestras fuerzas en todo. Y, descubierto al fin el secreto, nos sentimos seguros de Nosotros. Si, por ejemplo, hemos llegado a convencernos de que la palmeta no puede nada contra Nuestra obstinación, no la tememos ya; hemos pasado de la edad de la férula. ¡Tras los azotes se levantan, más poderosos que ellos, Nuestra audacia y Nuestra obstinada libertad! Nos deslizamos dulcemente a través de todo lo inquietante, a través de la fuerza temida del látigo, a través del rostro severo de nuestro padre y detrás de todo descubrimos Nuestra Ataraxia, es decir, Nuestra imperturbabilidad, Nuestro arrojo y Nuestra oposición, Nuestro poder superior y Nuestra incorrección. Lo que nos inspiraba miedo y respeto, lejos de intimidarnos, nos alienta. Tras del rudo mandato de los superiores y de los padres, se levanta más obstinada nuestra voluntad, más artificiosa nuestra astucia. Cuando más nos sentimos a Nosotros mismos, más irrisorio nos parece lo que habíamos creído insuperable. Pero, ¿qué son nuestra destreza, audacia y valor, sino el Espíritu?  
Durante largo tiempo escapamos a una lucha, que luego nos será fatigosa y triste, la lucha contra la razón. Lo mejor de la infancia pasa sin que tengamos que luchar contra la razón.
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Siquiera nos cuidamos de ella, no tenemos nada que ver con ella, rechazamos la razón. El convencimiento es entonces un absurdo: sordos a las buenas razones y a los argumentos sólidos, reaccionamos, por el contrario, vivamente bajo las caricias y los castigos. 
Más tarde comienza el rudo combate contra la razón y con él se abre una nueva fase de nuestra vida. En la niñez, correteábamos sin cavilar demasiado. Con el Espíritu se revela por primera vez en Nosotros nuestro ser íntimo, la primera divinización de lo divino, es decir, lo inquietante, el fantasma, el poder superior. Nada se impone desde entonces a nuestro respeto, al sentimiento juvenil de nuestra fuerza, y el mundo pierde su crédito ante nuestros ojos, pues nos sentimos superiores a él, nos sentimos Espíritu.   Y el joven no supera sólo el yugo de los padres, sino el de los Hombres en general. Ellos no constituyen ya un obstáculo ante el cual es preciso detenerse, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El nuevo punto de vista es celestial, y desde su altura, todo lo terrenal retrocede a una lejanía desdeñable. 
De ahí que la orientación del joven se haya invertido completamente y su nueva actitud sea espiritual, en tanto que el niño, que no se sentía aún Espíritu, quedaba confinado a la comprensión no-espiritual. El joven no se aferra ya a las cosas, sino que procura aprehender los pensamientos que esas cosas encubren; así, por ejemplo, deja de acumular confusamente en su mente los hechos y las fechas de la historia, para penetrar el pensamiento que ella encierra. El niño, por el contrario, aunque comprenda bien el encadenamiento de los hechos, es incapaz de sacar de ellos Ideas, el Espíritu amontona los conocimientos que adquiere sin seguir un plan a priori, sin sujetarse a un método teórico, en resumen, sin perseguir Ideas. 
Si en la niñez tenía que superar la resistencia de las leyes del mundo, en el presente, propóngase lo que quiera, choca con una objeción del Espíritu, de la Razón, de la propia Conciencia. ¡Eso no es razonable, no es cristiano, no es patriótico!, nos grita la conciencia; y nos abstenemos. No tememos el poder vengador de las Euménides, ni la cólera de Poseidón, ni a Dios en tanto que también comprende lo oculto, ni tememos el castigo paterno, sino la conciencia. 
Somos, desde entonces, los servidores de nuestros pensamientos; obedecemos sus órdenes, como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias) las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida. 
De niños, pensábamos ya, sin embargo nuestros pensamientos no eran entonces incorporales, abstractos, absolutos, es decir, nada más que pensamientos, un cielo para sí, un mundo puro de pensamientos, pensamientos lógicos. Por el contrario, nuestros pensamientos, eran pensamientos de las cosas, juzgábamos que una cosa determinada era de tal o cual naturaleza. Pensábamos, sí, Dios es quien ha creado este mundo que vemos; pero nuestro pensamiento no iba más lejos, no escrutábamos las profundidades mismas de la divinidad. Decíamos esto es lo verdadero de la cosa, pero sin indagar lo verdadero en sí, la verdad en sí, sin preguntarnos si Dios es la verdad. Poco nos importaban las profundidades de la divinidad, ni cuál fuese la verdad. Pilato no se detiene
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en cuestiones de pura lógica (o en otros términos, de pura teología) como ¿qué es la verdad? Y, sin embargo, llegada la ocasión, no vacila en distinguir lo que hay de verdadero y lo que hay de falso en un asunto, es decir, si tal cosa determinada es verdadera. 
Todo pensamiento vinculado a un objeto no es todavía nada más que un pensamiento, un pensamiento absoluto. No hay para el joven placer más vivo que descubrir y hacer suyo el pensamiento puro; la Verdad, la Libertad, la Humanidad, el Hombre, etc., esos astros brillantes que alumbran el mundo de las ideas, iluminan y exaltan las almas juveniles. 
Pero una vez reconocido el Espíritu como esencial, aparece una diferencia: el Espíritu puede ser rico o pobre y nos esforzamos, por consiguiente, en hacernos ricos de Espíritu; el Espíritu quiere expandirse, fundar su reino, un reino que no es de este mundo, sino de mucho más allá; así aspira a devenir todo en todo, es decir, si bien soy un Espíritu, no soy un Espíritu perfecto y debo empezar por buscar ese Espíritu perfecto.  
Con ello, yo, que apenas me había descubierto, reconociéndome Espíritu, me pierdo de nuevo, en el instante en que, penetrado de mi inanidad, me inclino ante el Espíritu perfecto, reconociendo que no está en mí, sino más allá de mí. Todo depende del Espíritu, pero ¿todo Espíritu es justo? El Espíritu justo y verdadero es el espíritu ideal, el Espíritu Santo. No es ni el Mío ni el Tuyo, es un Espíritu ideal, trascendente: es Dios, Dios es el espíritu. Y ese Padre celestial que está en el más allá, dará Espíritu a quienes lo pidan (San Lucas, XI, 13).  
El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por todas partes mal que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su Ideal. En él se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y no según su Ideal. 
Mientras no se vea en sí más que el Espíritu y ponga todo el mérito en ser Espíritu (al Joven le es fácil arriesgar su vida, lo corporal, por Nada, por la necedad del agravio); únicamente se tienen pensamientos, ideas que se espera ver realizadas un día, cuando haya encontrado su camino, hallado una salida a su actividad. No se tienen, pues, más que Ideas, Pensamientos o Ideas inconsumadas. 
Pero cuando se ama vivamente (lo que sucede ordinariamente en la edad madura) y se experimenta un placer de ser tal como uno es, con vivir su vida, se cesa de perseguir el ideal para apegarse a un interés personal, egoísta, es decir, a un interés que ya no busca sólo la satisfacción del Espíritu, sino el disfrute total, el goce de todo el individuo, el propio interés. 
Comparad, pues, al hombre maduro con el hombre joven. ¿No os parece más duro, más egoísta, menos generoso? ¡Sin duda! ¿Es por eso más malo? No -diréis-, es que se ha hecho más positivo, más práctico. Lo fundamental es que resueltamente hace de sí el centro de todo, más que el joven, distraído en cosas ajenas a él, como Dios, la patria y otras. 
De este modo, el hombre se descubre por segunda vez. El joven había advertido su espiritualidad para extraviarse de nuevo en la investigación del Espíritu universal y
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perfecto, del Espíritu Santo, del Hombre, de la Humanidad, en una palabra, en todos los Ideales. El hombre se recobra y vuelve a hallar su espíritu encarnado en él, hecho carne. 
Un niño no pone en sus deseos ni ideas ni pensamientos; un joven no persigue más que intereses espirituales. Los intereses del hombre, en cambio, son materiales, personales y egoístas. 
Cuando el niño no tiene ningún objeto en qué ocuparse, se aburre, porque no sabe todavía ocuparse de sí mismo. El joven, al contrario, se cansa pronto de los objetos, porque de esos objetos salen para él pensamientos, y él, ante todo, se interesa por sus pensamientos, sus sueños, en lo que espiritualmente le ocupa: su espíritu está ocupado. 
En todo lo que no es espiritual, el joven no ve más que futilidades. Si se le ocurre tomar en serio las más insignificantes niñerías (por ejemplo, las ceremonias de la vida universitaria), es porque se apoderan de su espíritu, es decir porque ve en ellas símbolos. 
Yo Me he colocado detrás de las cosas y he descubierto mi Espíritu; igualmente, más tarde Me encuentro detrás de mis pensamientos y me siento su creador y su poseedor. En la edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el árbol sobre el suelo que le nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me turbaban con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etcétera.  
Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de mi desprecio; hoy soy Yo su propietario y rechazo esos Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido.  
Todo eso no tiene sobre mí más poder que el que las potencias de la Tierra tienen sobre el espíritu. El niño era realista, embarazado por las cosas de este mundo, hasta que llegó poco a poco a penetrarlas. El joven es idealista, ocupado en sus pensamientos, hasta el día en que llega a ser hombre egoísta que no persigue a través de las cosas y de los pensamientos más que el gozo de su corazón y pone por encima de todo su interés personal. En cuanto al anciano ... cuando yo lo sea ... tendré tiempo de hablar de él.  
El Espíritu 
El mundo de los Espíritus es prodigiosamente vasto, el de lo espiritual es infinito: examinemos, pues, lo que es propiamente ese espíritu que nos han legado los antiguos. Ellos lo dieron a luz entre dolores, pero no pudieron reconocerse en él; pudieron crearlo, pero hablar sólo podía hacerlo Él mismo. El Dios nacido, el Hijo del hombre, expresó por primera vez este pensamiento: que el Espíritu, es decir, Él, Dios, no tiene ningún vínculo con las cosas terrenales y sus relaciones, sino únicamente con las cosas espirituales y sus relaciones.
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Mi inquebrantable firmeza en la adversidad, mi inflexibilidad y mi audacia, ¿son ya el Espíritu, en la plena acepción de la palabra? ¿No puede el mundo, en efecto, nada con ellas? Si fuera así, el Espíritu estaría todavía en oposición con el mundo y todo su poder se limitaría a no someterse a él ¡No!, en tanto que no se ocupa exclusivamente de sí mismo, en tanto que no tiene únicamente que hacer con su mundo, con el mundo espiritual, el Espíritu no es todavía el Espíritu libre; permanece siendo el Espíritu del mundo, encadenado a este mundo. El Espíritu no es Espíritu libre, es decir, realmente Espíritu, más que en el mundo que le es propio; aquí abajo, en este mundo terrenal es siempre un extraño. Sólo en un mundo espiritual el Espíritu se completa y toma posesión de sí, porque este bajo mundo no lo comprende y no puede guardar junto a él la hija forastera. 
Pero ¿dónde encontrará ese dominio espiritual? ¿Dónde sino en sí mismo? Él tiene que exteriorizarse y las palabras que expresa, las revelaciones en las que se manifiesta, ésas son su mundo. Como el extravagante no vive sino en el mundo fantástico que crea su imaginación, como el loco engendra su propio mundo de sueños, sin el cual no sería loco, así el Espíritu debe crear su mundo de fantasmas, y en tanto que no lo crea, no es Espíritu; en ellos se reconoce como su creador; Él vive en ellos, ellos son su mundo. 
¿Qué es, pues, el Espíritu? El Espíritu es el creador de un mundo espiritual. Se reconoce su presencia en Ti y en Mí, en cuanto se comprueba que nos hemos apropiado de algo espiritual, es decir, de pensamientos: que estos pensamientos nos hayan sido sugeridos, poco importa, con tal que nosotros les hayamos dado vida. Pues, de niños, las máximas más eficaces carecían de toda eficacia en la medida en que no podíamos recrearlas en Nosotros. Así, también el Espíritu no existe más que cuando crea algo espiritual y su existencia resulta de su unión con lo espiritual, creación suya. 
En sus obras es donde le reconocemos. ¿Qué son esas obras? Las obras, los hijos del Espíritu, son otros Espíritus, otros fantasmas. Si los que me leyesen fueran judíos, judíos ortodoxos, podría detenerme aquí y dejarles meditar sobre el misterio de su incredulidad y de su incomprensión de veinte siglos. Pero como Tú, lector, no eres judío, al menos un judío de pura sangre -pues ninguno me hubiese seguido hasta aquí-  sigamos todavía juntos un trecho del camino, hasta que tal vez Tú me vuelvas la espalda a Mí, porque me burlo de Ti. 
Si alguien te dijese que eres todo Espíritu, te tocarías y no le creerías, pero responderías: Poseo, en verdad, Espíritu; sin embargo, no existo únicamente como Espíritu: soy un hombre de carne y hueso. Además, siempre distinguirías entre Ti y Tu Espíritu. Pero es Tu destino, aunque seas todavía al presente el prisionero de un cuerpo, llegar a ser algún día Espíritu bienaventurado; y si puedes figurarte el aspecto futuro de ese Espíritu, es igualmente cierto que en la muerte abandonarás ese cuerpo, y que lo que guardes para la eternidad será tu Espíritu. Por consiguiente, lo que hay de verdadero y de eterno en Ti, es el Espíritu; el cuerpo no es más que tu morada en este mundo, morada que puedes abandonar y quizá cambiar por otra. 
¡Vete aquí, ramera convencida! Por el momento, en verdad no eres un puro Espíritu, pero cuando hayas emigrado de este cuerpo perecedero, podrás salir del paso sin él; así, es
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necesario que tomes tus precauciones y que cuides a tiempo tu Yo por excelencia: ¿De qué servirá al hombre conquistar el universo, si tuviera para eso que dañar su alma? 
Graves dudas se han elevado en el curso de los tiempos contra los dogmas cristianos, y Te han despojado de Tu fe en la inmortalidad de Tu espíritu, pero una cosa sigue en pie: tú estás siempre firmemente convencido de que el Espíritu es lo que hay de mejor en Ti y que lo espiritual debe aventajar a todo lo demás. Cualquiera que sea tu teísmo, comulga con los creyentes en la inmortalidad de su celo contra el egoísmo. 
¿Qué entiendes Tú por egoísta? Un hombre que en lugar de vivir para una idea, es decir, para alguna cosa espiritual, y sacrificar a esta idea su interés personal, sirve, al contrario, a este último. Un buen patriota, por ejemplo, lleva su ofrenda al altar de la patria, y que la patria sea una pura idea no ofrece duda alguna, porque no hay ni patria ni patriotismo para los animales o para los niños, carentes todavía de Espíritu. Quien no dé muestras de patriotismo, aparece frente a la patria como egoísta. Lo mismo sucede en una infinidad de casos: gozar de un privilegio a expensas del resto de la sociedad, es pasar por egoísmo contra la idea de igualdad; ejercer el poder es violar como egoísta la idea de libertad, etc.… 
Tal es la causa de tu aversión por el egoísta, porque él subordina lo espiritual a lo personal, y es en él en quien piensas cuando preferirías verle obrar por el amor de una idea. Lo que os distingue es que tú refieres a tu Espíritu todo lo que Él refiere a sí mismo; en otros términos, Tú escindes tu Yo y eriges tu Yo propiamente dicho, el Espíritu, en el señor soberano del resto que juzgas sin valor, en tanto que Él no quiere saber nada de tal reparto y persigue a su gusto sus propios intereses, tanto espirituales como materiales. Tú crees no sublevarte más que contra los que no conciben ningún interés espiritual, pero de hecho huyes de todos los que no consideran esos intereses espirituales como los verdaderos y supremos intereses. Tú llevas tan lejos el oficio de caballero, siervo de esta beldad, que la proclamas la única belleza existente en el mundo. No es para Ti para quien Tú vives, sino para Tu Espíritu y para lo que depende del Espíritu, es decir, para las Ideas. 
Puesto que el Espíritu no existe sino en tanto que creador espiritual, procuremos, pues, descubrir su primera creación. De ésta se deriva, naturalmente, una generación indefinida de creaciones; como en el mito, bastó que los primeros humanos fuesen creados para que la raza se multiplicase espontáneamente. Esta primera creación debe originarse de la Nada, es decir, que el Espíritu, para realizarla no dispone más que de sí mismo; más aún, siquiera dispone todavía de Él, pero debe crearse. El Espíritu es, por consiguiente, Él mismo, su primera creación. Por místico que el hecho parezca, su realidad no está menos atestiguada por una experiencia de todos los días.  
¿Eres pensador, antes de haber pensado? Sólo por el hecho de crear Tu primer pensamiento, creas en Ti el pensador, porque no piensas en tanto que no has tenido un pensamiento. ¿No es Tu primer canto el que hace de Ti un cantor, la primera palabra la que hace de Ti un hombre que habla? Igualmente es tu primera producción espiritual lo que hace de Ti un Espíritu. Si te distingues del pensador y del cantor, deberías distinguirte igualmente del Espíritu y sentir claramente que Tú eres también algo distinto que el Espíritu. 
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Para lo mismo que el Yo pensante pierde fácilmente la vista y el oído en su exaltación del pensar, así también la exaltación del Espíritu Te ha aprehendido y ahora aspiras con todas tus fuerzas a hacerte todo Espíritu y a fundirte en el Espíritu. El Espíritu es tu Ideal, lo inaccesible, el más allá; tú llamas al espíritu Dios: ¡Dios es el espíritu! 
Tu celo te excita contra todo lo que no es Espíritu, y te sublevas contra Ti mismo. En lugar de decir: Yo soy más que Espíritu, dices con contrición: Yo soy menos que Espíritu. El espíritu, el puro espíritu no puedo más que concebirlo, pero Yo no lo soy, Otro lo es, y a ese Otro lo llamo Dios.  
Los poseídos  
¿Has visto ya un espíritu? - ¿Yo? No, pero mi abuela los ha visto. - Así me ocurre a mí, Yo no los he visto nunca, pero a Mi abuela le corrían sin cesar por entre las piernas; y por respeto al testimonio de nuestras abuelas, creemos en la existencia de los espíritus.  
Pero ¿no teníamos también abuelos y no se encogían de hombros cada vez que nuestras abuelas relataban historias de aparecidos? ¡Ay, sí!, eran incrédulos y con su incredulidad han causado grandes daños a nuestra buena religión. ¡Esos reveladores! Vamos a demostrarlo. ¿Qué es en el fondo esa fe profunda en los espectros, sino la fe en la existencia de seres espirituales en general? Y ésta, ¿no se quebrantaría al quedar establecido que todo hombre con entendimiento debe encogerse de hombros ante la primera? 
Los románticos, sintiendo cuánto comprometería a la creencia en Dios el abandono de la creencia en los espíritus o espectros, se esforzaron en conjurar esta consecuencia, no sólo resucitando el mundo maravilloso de las leyendas, sino particularmente escudriñando el mundo superior con sus sonámbulos, sus virtudes, etc. Los creyentes sinceros y los padres de la Iglesia no sospechaban que, con la fe en los espectros, desaparecía, también, la base misma de la religión, y que, desde ese instante, ella pende del aire. Quien no cree en ningún fantasma, tiene que ser consecuente consigo mismo para que su incredulidad le conduzca a advertir que detrás de las cosas no se oculta ningún ser separado, ningún fantasma o tomando una palabra que en sentido ingenuo se considera sinónima- ningún Espíritu. 
¡Existen Espíritus! Contempla el mundo que te rodea, y dime si detrás de todo, Tú no adivinas un Espíritu. A través de la flor, la hermosa flor, te habla el Espíritu Creador que le dio su bella forma, las estrellas anuncian al Espíritu que ordena su marcha por los espacios celestes, un Espíritu de sublimidad se cierne por la cima de los montes, el Espíritu de la melancolía y del deseo murmura bajo las aguas y en los hombres hablan millones de Espíritus. Que los montes se hundan en el abismo, que se marchiten las flores y las estrellas se reduzcan a polvo, que mueran los hombres. ¿Qué sobrevive a la ruina de esos cuerpos visibles? ¡EI Espíritu, el invisible, que es eterno! Sí, todo en este mundo está encantado. ¿Qué digo? Este mundo mismo está encantado, máscara engañosa, es la forma errante de un Espíritu, es un fantasma. ¿Qué es un fantasma sino un cuerpo aparente y un Espíritu real? Tal es el mundo, vano, nulo, ilusoria apariencia sin otra realidad que el Espíritu. Es la apariencia corpórea de un Espíritu. Mira a Tu entorno y la lejanía, por todas partes te rodea
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un mundo de fantasmas, estás asediado por visiones. Todo lo que se Te aparece no es más que el reflejo del Espíritu que lo habita, una aparición espectral; el mundo entero no es más que una fantasmagoría, tras la cual se agita el Espíritu… ¿Tú ves espíritus? 
¿Pretendes compararte con los antiguos, que veían dioses por todas partes? Los dioses, mi querido Moderno, no son Espíritus; los dioses no reducen el mundo a una apariencia y no lo espiritualizan. A tus ojos, el mundo entero está espiritualizado, ha venido a ser un enigmático fantasma, por eso no te sorprende tampoco hallar en Ti más que un fantasma. ¿No hechiza Tu Espíritu a Tu cuerpo y no es Él lo verdadero, lo real, en tanto que Tu cuerpo es una mera apariencia, algo perecedero y carente de valor? ¿No somos todos espectros, pobres seres atormentados que aguardan la redención? ¿No somos Espíritus? 
Desde que el Espíritu ha aparecido en el mundo, desde que el Verbo se ha hecho carne, ese mundo espiritualizado no es más que una casa encantada, un fantasma. Tú tienes un Espíritu porque tienes pensamientos. Pero ¿qué son esos pensamientos? -Seres espirituales-. ¿No son, pues, cosas? No, sino el Espíritu de las cosas, lo que en ellas hay de más íntimo, de más esencial, su Idea. Lo que piensas, ¿no es simplemente tu pensamiento? Al contrario, es lo que hay de más real, lo propiamente verdadero en el mundo: es la Verdad misma. Cuando Yo pienso correctamente, pienso la Verdad. Cierto, puedo engañarme acerca de la Verdad, puedo no comprenderla, pero cuando mi comprensión es verídica, el objeto de mi comprensión es la Verdad. ¿Aspiras, pues, a conocer la Verdad? La Verdad es sagrada para Mí. Puede suceder que encuentre una verdad inacabada que deba reemplazar por otra mejor, pero no puedo suprimir la Verdad. Yo creo en la Verdad y por eso la busco; pues nada la supera y es eterna. 
¡Sagrada y eterna, la Verdad es lo Sagrado y lo Eterno mismo! Pero Tú, que te llenas de esa santidad y haces de ella tu guía, serás santificado. Lo sagrado no se manifiesta jamás a Tus sentidos; Tú, como ser sensitivo, jamás descubres su huella. No se revela más que a tu fe, o más exactamente, a tu Espíritu, porque ella misma es algo espiritual, un Espíritu; es Espíritu para el Espíritu. uihghhjgkghgh No se suprime lo Sagrado con tanta facilidad como parecen creerlo muchos que todavía rehúsan esta palabra impropia. Cualquiera que sea el punto de vista bajo el que se me acuse de egoísmo, se sobreentiende siempre que se tiende la vista a algún Otro al que Yo debería servir con prioridad a Mí mismo, a quien Yo debería considerar más importante que a todo lo demás; en resumen, un Algo en el que hallaría Mi bien, una cosa sagrada. Que ese sacrosanto sea, por otra parte, tan humano como se quiera, que sea lo humano mismo, no quita nada de su carácter y, cuando más, convierte ese sagrado supraterrenal en un sagrado terrenal, ese sagrado divino en un sagrado humano. Todo es sagrado para el egoísta que no se reconoce como tal, para el egoísta involuntario. Llamo así al que, incapaz de traspasar los límites de su Yo, no lo considera, sin embargo, como el Ser Supremo; no sirve más que a sí mismo, creyendo servir a un ser superior y que no conociendo nada superior a sí mismo, sueña, sin embargo, con alguna cosa superior. En resumen, es el egoísta que quisiera no ser egoísta, que se humilla y que combate su egoísmo, pero que no se humilla más que para ser ensalzado, es decir, para satisfacer su egoísmo. No quiere ser egoísta, y por ello escudriña el cielo y la tierra en busca de algún ser
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superior al que pueda ofrecer sus servicios y sus sacrificios. Pero, por más que se esfuerza y mortifica, no lo hace en definitiva más que por amor a sí mismo y el egoísmo, el odioso egoísmo no se separa de él. He aquí por qué lo llamo egoísta involuntario. Todos sus esfuerzos y todas sus preocupaciones para separarse de sí mismo no son más que el esfuerzo mal comprendido de la autodisolución. ¿Estás encadenado al tiempo pasado? ¿Tienes que parlotear hoy porque lo hiciste ayer? ¿No puedes transformarte, Tú a ti mismo, en cada instante? Entonces te sientes apresado por las cadenas de la esclavitud y paralizado. Por ello, en cada instante de tu existencia brilla un instante futuro que te llama, y Tú, en tu desarrollo, te separas de Ti, de tu Yo actual. Lo que Tú eres en cada instante es tu propia creación y no debes separarte a Ti de esta creación, Tú, su creador. Tú mismo eres un ser superior a Ti, Tú que te superas a Ti mismo. Como egoísta involuntario, ignoras que Tú eres el que es superior a Ti, es decir, que no eres meramente una criatura, sino, a su vez, Tu creador. Por ello, el ser superior es para Ti un ser extraño. Todo ser superior, como la Verdad, la Humanidad, etc., es un ser que está por encima de Nosotros. Lo extraño es una característica de lo Sagrado. En todo lo sagrado existe algo misterioso, o sea, extraño, algo que nos incomoda. Lo que para Mí es sagrado, no Me es propio y si, por ejemplo, la propiedad de otro no me fuera sagrada, la consideraría Mi propiedad y la utilizaría en cuanto tuviera la mejor ocasión. Por el contrario, el rostro del emperador chino es sagrado para Mí, por ello es extraño a mis ojos y bajo la mirada ante su presencia. ¿Por qué no considero sagrada una verdad matemática, indiscutible, que podría llamarse eterna, en el sentido habitual de la palabra? Porque no es revelada, no es la revelación de un ser superior. Entender únicamente por reveladas las verdades religiosas, sería absolutamente erróneo, sería desconocer por completo el significado del concepto ser superior. Los ateos se ríen de ese ser superior al que se rinde culto bajo el nombre de Ser Supremo y reducen a polvo, una tras otra, todas las pruebas de su existencia, sin notar que ellos mismos obedecen así a su necesidad de un ser superior y que no destruyen al antiguo sino para dejar lugar a otro nuevo.  
El fantasma 
Con los aparecidos entramos en el reino de los Espíritus, en el reino de las Esencias. El ser enigmático e incomprensible que encanta y conturba al universo, es el fantasma misterioso que llamamos Ser Supremo. Penetrar ese fantasma, comprenderlo, descubrir la realidad que existe en él (probar la existencia de Dios) es la tarea a la que los hombres se han dedicado durante siglos. Se han torturado en la empresa imposible y atroz, ese interminable trabajo de Danaidas, de convertir el fantasma en un no-fantasma, lo no-real en real, el Espíritu en una persona corporal. Tras el mundo existente buscaron la cosa en sí, el ser, la esencia. Tras las cosas buscaron fantasmagorías. Examínese a fondo el menor fenómeno, búsquese su esencia y se descubrirá en ella frecuentemente otra cosa muy distinta a su ser aparente. Una palabra melosa y un corazón embustero, un discurso pomposo y pensamientos mezquinos, etc. Y por lo mismo que se hace resaltar la esencia, se reduce lo aparente, hasta entonces mal comprendido, a una mera apariencia, un engaño. La esencia de este mundo es, para el que escruta sus profundidades,
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la vanidad. Quien es religioso no se ocupa de la apariencia engañosa, de los vanos fenómenos, sino que busca la Esencia y cuando tiene esa Esencia, tiene la Verdad. Las Esencias que se manifiestan bajo ciertos aspectos son las malas Esencias, las que se manifiestan bajo otros son las buenas. La Esencia del sentimiento humano, por ejemplo, es el Amor; la Esencia de la voluntad humana, el Bien; la Esencia del pensamiento es lo Verdadero, etc. Lo que al principio se considera existencia, como el mundo y lo que a él se refiere, aparece ahora como una pura ilusión, y lo que existe verdaderamente es la Esencia, cuyo reino se llena de dioses, de espíritus y de demonios, es decir, de buenas y de malas Esencias. Desde entonces, este mundo invertido, el mundo de las Esencias, es el único que existe verdaderamente. El corazón humano puede carecer de amor, pero su esencia existe: el Dios que es el Amor; el pensamiento humano puede extraviarse en el error, pero su esencia, la Verdad, no por ello existe menos: Dios es la verdad. No conocer y no reconocer más que a las Esencias, es lo propio de la religión; su reino es un reino de Esencias, de fantasmas, de espectros. La obsesión de hacer palpable el fantasma, o de realizar el non sens, ha llevado a producir un fantasma corporal, un fantasma o un espíritu provisto de un cuerpo real, un fantasma hecho carne. ¡Cuánto se han martirizado los grandes genios del cristianismo para aprehender esa apariencia fantasmagórica! Pero, a despecho de sus esfuerzos, la contradicción de dos naturalezas sigue siendo irreductible: de una parte la divina, de otra parte la humana; de una parte el fantasma, de la otra el cuerpo sensible. El más extraordinario de los fantasmas sigue siendo un absurdo. Quien se martirizaba el alma no era todavía un Espíritu y ningún chamán de los que se torturan hasta el delirio furioso y el frenesí para exorcisar un espíritu, ha experimentado las angustias que esa apariencia inaprehensible produjo a los cristianos. Fue Cristo quien sacó a luz esta verdad: que el verdadero Espíritu, el fantasma por excelencia es el hombre. El Espíritu corpóreo es el hombre, su propia esencia y lo aparente de su esencia, a su vez, su existencia y su ser. Desde entonces el hombre no huye de los espectros que están fuera de él, sino de él mismo; es para sí mismo un objeto de espanto. En el fondo de su pecho habita el Espíritu del Pecado; el pensamiento más suave (y este pensamiento mismo es un Espíritu) puede ser un diablo, etc. El fantasma se ha corporificado, el Dios se ha hecho hombre, pero el hombre se convierte en el aterrador fantasma que él mismo persigue, trata de conjurar, averiguar, transformar en realidad y en verbo; el hombre es Espíritu. Que el cuerpo se reseque, con tal que el Espíritu se salve. Todo depende del Espíritu y toda la atención se centra en la salvación del Espíritu o del alma. El hombre mismo se ha reducido a un espectro, un fantasma obscuro y engañoso, al que está asignado un lugar determinado en el cuerpo. (Disputas sobre el lugar que ocupa el alma, la cabeza, etc.) Tú no eres para Mí un ser superior, y Yo no lo soy para Ti. Puede suceder sin embargo, que cada uno de nosotros oculte un ser superior que exija de nosotros un respeto mutuo. Así, para tomar como ejemplo lo que hay en nosotros de más general, en Ti y en Mí vive el hombre. Si yo no viese al hombre en Ti, ¿que te tendría que respetar? En verdad, tú no eres el hombre, no eres su verdadera y adecuada figura, no eres más que la envoltura perecedera que el hombre reviste por algunas horas, y que puede abandonar sin dejar de ser él mismo. Sin embargo, ese ser general y superior, mora por el momento en Ti. Así me apareces Tú, cuya forma pasajera ha revestido un Espíritu inmortal, Tú en quien un Espíritu se manifiesta sin estar ligado ni a tu cuerpo ni a esta forma de aparición, como un fantasma.
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Por ello no Te considero como un ser superior y no respeto en Ti más que el ser superior que albergas, es decir, el Hombre. Los antiguos no tenían, desde este punto de vista, ningún respeto para sus esclavos, porque no los consideraban como el ser superior que honramos hoy con el nombre de Hombre. Ellos descubrían en los demás otros fantasmas, otros Espíritus. El Pueblo es un ser superior al individuo, es el Espíritu del pueblo. A este Espíritu honraban los antiguos y el individuo no tenía más importancia para ellos que la de estar a su servicio o al de un Espíritu semejante: el Espíritu de Familia. Por amor a este ser superior, al Pueblo, se concedía algún valor a cada ciudadano. De igual modo que Tú estás santificado a nuestros ojos por el Hombre que te hechiza, así también se estaba en aquel tiempo santificado por tal o cual otro ser superior: el Pueblo, la Familia, etc. Si Yo Te prodigo atenciones y cuidados, es porque Te quiero, es porque encuentro en Ti el alimento de Mi corazón, la satisfacción de Mi deseo; si Te amo, no es por amor a un ser superior de quien seas la encarnación consagrada, no es porque vea en Ti un fantasma y adivine un Espíritu; Te amo por el goce; es a Ti a quien amo porque Tu esencia no es nada superior, no es ni más elevado ni más general que Tú; es única como Tú mismo, es Tú mismo. No sólo el hombre es un fantasma; todo está hechizado. El ser superior, el Espíritu que se agita en todas las cosas, no está ligado a nada y no hace más que aparecer en las cosas. ¡Fantasmas en todos los rincones! Éste sería el lugar de hacer desfilar a esos fantasmas, pero tendremos ocasión en lo sucesivo de evocarlos de nuevo, para verlos desvanecerse ante el egoísmo. Podemos, pues, limitarnos a citar algunos a guisa de ejemplos: el Espíritu Santo, la Verdad, el Rey, la Ley, el Bien, la Majestad, el Honor, el Orden, la Patria, etc., etc.  
La alucinación 
¡Hombre, Tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes alucinaciones! Te imaginas grandes cosas y Te forjas todo un mundo de dlvlnldades que exlste para Ti, un reino de Espíritus al que estás destinado, un Ideal al que sirves. ¡Tienes ideas obsesivas! No creas que bromeo o que hablo metafóricamente cuando declaro radicalmente locos, locos de atar, a todos los atormentados por lo infinito y lo sobrehumano, es decir, a juzgar por la unanimidad de sus votos, poco más o menos a toda la humanidad. ¿A qué se llama, en efecto, una idea obsesiva? A una idea a la que está sometido el hombre. Si reconocéis tal idea como una locura, encerráis a su esclavo en un manicomio. Pero ¿qué son la verdad religiosa de la que no puede dudarse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que no puede sacudirse sin lesa majestad, la virtud, a la que el censor de la moralidad no tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideas obsesivas? ¿Y qué es, por ejemplo, ese desatinar que llena la mayor parte de nuestros periódicos, sino el lenguaje de locos, a quienes hechiza una idea obsesiva de legalidad, de moralidad, de cristianismo, locos que no parecen estar libres más que por la magnitud del patio en que tienen sus recreos? Tratad de convencer a tal loco acerca de su manía e inmediatamente tendréis que proteger vuestro espinazo contra su maldad; porque esos locos de grandes alas tienen, además, esa semejanza con las gentes declaradas locas en debida forma: se arrojan rencorosamente sobre cualquiera que roce su obsesión. Os roban primero las armas, os roban la libertad de palabra, luego se arrojan sobre vosotros. Cada día muestra mejor la cobardía y la rabia de esos maniáticos, y el
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pueblo imbécil les prodiga sus aplausos. Basta leer los periódicos y oír hablar a los filisteos para adquirir bien pronto la convicción de que está uno encerrado con locos en una casa de salud. ¡No, no creerás que tu hermano está loco sino también que ... etc! Este argumento es necio y repito: mis hermanos son locos perdidos. Que un pobre loco alimente en su celda la ilusión de que es Dios Padre, el Emperador del Japón o el Espíritu Santo, o un buen burgués se imagine que está llamado por su destino a ser buen cristiano, fiel protestante, ciudadano leal, hombre virtuoso, es idénticamente la misma idea obsesiva. El que no se ha arriesgado jamás a ser ni buen cristiano, fiel protestante, ciudadano leal, hombre virtuoso, está cogido y encogido en la fe, la virtud, etc. Así los escolásticos no filosofaban más que dentro de los límites de la fe de la Iglesia, y el Papa Benedicto XIV escribió voluminosos tomos dentro de los límites de la superstición papista, sin que la menor duda desflorase su creencia; y así también, los escritores amontonan infolios sobre infolios tratando del Estado, sin poner jamás en tela de juicio la idea fija del Estado; y nuestros periódicos rebosan de política, porque están vacunados a la ilusión de que el hombre está hecho para ser un zoon político. Y los súbditos vegetan en su servidumbre, las gentes virtuosas en la virtud, los liberales en los eternos principios del 89, sin intervenir jamás su idea obsesiva con el escalpelo de la crítica. Esos ídolos permanecen inquebrantables sobre sus anchos pies, como las manías de un loco, y el que los pone en duda juega con los vasos sagrados del altar. Digámoslo una vez más: ¡Una idea obsesiva es lo verdaderamente sacrosanto! ¿No tropezamos más que con poseídos del diablo, o encontramos también a menudo poseídos de especies contrarias, poseídos por el Bien, la Virtud, la Moral, la Ley o cualquier otro principio? Las posesiones diabólicas no son las únicas: si el diablo nos tira por una manga, Dios nos tira por la otra, por un lado la tentación, por otro la gracia, pero cualquiera que sea la que opere, los poseídos no están menos encarnizados en su opinión. ¿Posesión os desagrada? Decid obsesión. O bien, ya que es el Espíritu el que os posee y os sugiere todo, decid inspiración, entusiasmo. Yo añado que el entusiasmo en su plenitud, porque no puede tratarse de entusiasmo pobre o a medias, se llama fanatismo. El fanatismo es particularmente propio de las gentes cultas, porque la cultura de un hombre está en relación con el interés que toma en las cosas del Espíritu, y este interés espiritual, si es fuerte y vivaz, no es ni puede ser más que fanatismo; es un interés fanático por lo que es sagrado (fanum). Observad a vuestros liberales, leed nuestros diarios sajones, y escuchad lo que dice Schlosser. La sociedad de Holbach urdió un complot formal contra la doctrina tradicional y el orden establecido, y sus miembros ponían en su incredulidad tanto fanatismo, como frailes y curas, jesuitas, pietistas y metodistas tienen costumbre de poner al servicio de su piedad inconsciente y mecánica de su fe literal. Examinad la manera como se conduce hoy un hombre moral que cree haber acabado con Dios, y que rechaza el cristianismo como un pingajo. Preguntadle si alguna vez se le ha ocurrido poner en duda que las relaciones carnales entre hermano y hermana sean incesto, que la monogamia sea la verdadera ley del matrimonio, que la piedad sea un deber sagrado, etc. Le veréis sobrecogido de un virtuoso horror a la idea de que pudiese tratar a su hermana como mujer, etc. ¿Y de dónde le viene ese horror? De que cree en una ley moral. Esta fe está sólidamente anclada en él. Cualquiera que sea la vivacidad con que se subleva contra la piedad de los cristianos, él es igualmente cristiano en cuanto a la moralidad. Por su lado moral, el cristianismo lo tiene encadenado, y encadenado en la fe. La monogamia debe ser algo sagrado, y el bígamo será castigado como un criminal; el que se entregue al
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incesto, cargará con el peso de su crimen. Y esto se aplica también a los que no cesan de gritar que la religión no tiene nada que ver con el Estado, que judío y cristiano son igualmente ciudadanos. Incesto, monogamia, ¿no son otros tantos dogmas? Tratad de rozarlo y experimentaréis que hay en este hombre moral el poso de un inquisidor que envidiarían Krummacher o Felipe II. Éstos defendían la autoridad religiosa de la Iglesia, él defiende la autoridad moral del Estado, las leyes morales sobre las que el Estado reposa; el uno como el otro condenan en nombre de artículos de fe: a cualquiera que obre de modo que se resienta su fe, se le infringirá la deshonra debida a su crimen y se le enviará a pudrirse en una casa de corrección, en el fondo de un calabozo. La creencia moral no es menos fanática que la religiosa. ¿Y se llama libertad de conciencia a que un hermano y una hermana sean arrojados a una prisión en nombre de un principio que su conciencia había rechazado? -¡Pero daban un ejemplo detestable!- Cierto que sí, porque podía suceder que otros advirtieran, gracias a ellos, que el Estado no tiene que mezclarse en sus relaciones, ¿y qué sería de la pureza de las costumbres? ¡Santidad divina!, gritan los celosos defensores de la fe. ¡Virtud sagrada!, gritan los apóstoles de la moral. Los que se agitan por intereses sagrados se parecen muy poco. ¡Cuánto difieren los ortodoxos estrictos o viejos creyentes de los combatientes por la verdad, la luz y el derecho, de los Filaletes, de los amigos de la luz, etc.! Y, sin embargo, nada esencial, fundamental, los separa. Si se ataca a tal o cual de las viejas verdades tradicionales (el milagro, el derecho divino), los más ilustrados aplauden, los viejos creyentes son los únicos que gimen. Pero si se ataca a la verdad misma, inmediatamente todos se vuelven creyentes o se vuelcan encima. Lo mismo ocurre con las cosas de la moral: los beatos son intolerantes, los cerebros ilustrados, se precian de ser más laxos; pero si a alguno se le ocurre tocar a la moral misma, todos hacen inmediatamente causa común con él. Verdad, moral, derecho, son y deben permanecer sagrados. Lo que se halla de censurable en el cristianismo, sólo puede haberse introducido en él torcidamente, y no es cristianismo, dicen los más liberales; el cristianismo debe quedar por encima de toda discusión, es la base inmutable que nadie puede conmover. El herético contra la creencia pura no está ya expuesto, es cierto, a la persecución de otros tiempos, pero ésta se ha vuelto contra el herético que roza la moral pura. Desde hace un siglo, la piedad ha sufrido tantos asaltos, ha oído tan a menudo reprochar a su esencia sobrehumana el ser simplemente inhumana, que no da tentaciones de atacarla. Y, sin embargo, si se han presentado adversarios para combatirla, fue, casi siempre, en nombre de la moral misma, para destronar al ser supremo. Así, Proudhon (De la creación del orden en la humanidad, pag. 36) no vacila en decir: Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta: ¿quién osaría hoy atacar a la moral? Los moralistas han pasado todos por el lecho de la religión, y después que se han hundido hasta el cuello en el adulterio, dicen, limpiándose los labios: ¿La religión? ¡No conozco a esa mujer!. Si mostramos que la religión está lejos de ser moralmente herida, en tanto que se limiten a criticar su esencia sobrenatural, y que ella apela en última instancia, al Espíritu (porque Dios es el Espíritu), habremos hecho ver lo suficiente su acuerdo final con la moralidad para que nos sea permitido dejarles en su interminable querella. Ya habléis de la religión o de la moral, se trata siempre de un Ser Supremo; que este Ser Supremo sea sobrehumano o humano, poco me importa; es en todo caso un ser superior a mí. Ya venga a ser en último análisis la esencia humana o el Hombre, no habrá hecho más que dejar la piel de la vieja religión para revestir una nueva piel religiosa.
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Feuerbach nos enseña que desde el momento en que uno se atiene a la filosofía especulativa, es decir, que se hace sistemáticamente del predicado el sujeto, y recíprocamente del sujeto el objeto y el principio, se posee la verdad desnuda y sin velos. Sin duda, abandonando así el punto de vista estrecho de la religión, abandonamos al Dios que en este punto de vista es sujeto; pero no hacemos más que trocarlo por la otra faz del punto de vista religioso: lo moral. No decimos ya, por ejemplo, Dios es el amor, pero sí el divino amor, e incluso reemplazamos el predicado divino por su equivalente sagrado permaneciendo siempre en el punto de partida; no hemos dado ni un paso. El amor sigue siendo para el hombre igualmente el bien, aquello que lo diviniza, que lo hace respetable, su verdadera humanidad, o, para expresarnos más exactamente, el amor es lo que hay de verdaderamente humano en el hombre, y lo que hay en él de inhumano es el egoísta sin amor. Pero precisamente todo lo que el cristianismo, y con él la filosofía especulativa, es decir, la teología, nos presenta como el bien (o, lo que viene a ser lo mismo, no es más que el bien); de suerte que esta transmutación del predicado en sujeto no hace sino afirmar más sólidamente todavía el ser cristiano (el predicado mismo postula ya el ser). El Dios y lo divino me enlazan más indisolublemente aún. Haber desalojado al Dios de su cielo y haberlo arrebatado a la transcendencia no justifica en modo alguno vuestras pretensiones y una victoria definitiva, en tanto que no hagáis más que rechazarlo dentro del corazón humano y dotarlo de una indesarraigable inmanencia. Será preciso decir desde ahora: lo divino es lo verdaderamente humano. Quienes rehúsan ver en el cristianismo el fundamento del Estado y que se sublevan contra toda fórmula tal como Estado cristiano, cristianismo de Estado, etc., no se cansan de repetir que la moralidad es la base de la vida social y del Estado. ¡Como si en el reinado de la moralidad no fuese la dominación absoluta de lo sagrado una jerarquía! (...) No derivando ya la moralidad simplemente de la piedad, sino teniendo sus raíces propias, el principio de la moral no se deriva de los mandamientos divinos, sino de las leyes de la razón; para que aquellos mandamientos mantengan su validez, se necesita primero que su valor haya sido comprobado por la razón y que sea apoyado por ella. Las leyes de la razón son la expresión del hombre mismo, para que el Hombre sea razonable y la esencia del Hombre implique necesariamente esas leyes. Piedad y moralidad difieren en que la primera reconoce a Dios y la segunda al hombre por legisladores. Desde un cierto punto de vista de la moralidad, se razona poco más o menos así: O el hombre obedece a su sensualidad, y por ello es inmoral, u obedece al Bien, el cual, en cuanto factor que obra sobre la voluntad, se llama sentido moral (sentimiento, preocupación del Bien) y en este caso es moral. ¿Cómo, desde este punto de vista puede llamarse inmoral el acto de Sand matando a Kotzebue? Este acto fue desinteresado, seguramente tanto como, por ejemplo, los hurtos de San Crispín en provecho de los pobres. Él no debía asesinar, porque está escrito: ¡no matarás!. -Perseguir el Bien, el Bien público (como Sand creía hacerlo) o el Bien de los pobres (como San Crispín) es, pues, moral, pero el homicidio y el robo son inmorales: fin moral, medio inmoral. ¿Por qué? -Porque el homicidio, el asesinato están mal en sí, de una manera absoluta.- Cuando las guerrillas atraían a los enemigos de su país a los precipicios y los tiroteaban a sus anchas, emboscados detrás de los matorrales, ¿no era eso un asesinato? Si os atenéis al principio de la moral que prescribe perseguir por todas partes y siempre el Bien, os veis reducidos a preguntaros si en ningún caso el homicidio puede llegar a realizar este Bien: en caso afirmativo debéis dar por lícito ese homicidio productor del Bien. No podéis condenar la acción de Sand; fue moral por desinteresada, y sin otro objeto que el Bien; fue un castigo infligido por un individuo, una ejecución en la que arriesgaba su vida.
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¿Qué se ve en la empresa de Sand, sino su voluntad de suprimir a viva fuerza ciertos escritos? ¿No habéis visto nunca aplicar ese mismo procedimiento como muy legal? ¿Y qué responder a eso en nombre de vuestros principios de la moralidad? ¡Era una ejecución ilegal! ¿La inmoralidad del hecho estaba, pues, en su ilegalidad, en la desobediencia a la ley? ¡Concededme de una vez que el Bien no es otra cosa más que la ley y que moralidad es igual a legalidad! Vuestra moralidad debe resignarse a no ser más que una vana fachada de legalidad, una falsa devoción al cumplimiento de la ley, mucho más tiránica y más irritante que la antigua; ésta no exigía más que la práctica exterior, en tanto que vosotros exigís, además, la intención; debe uno llevar en sí la regla y el dogma, y lo más legalmente intencionado es lo más moral. El último resplandor de la vida católica se extingue en esta legalidad protestante. Así, finalmente, se completa y se hace absoluta la dominación de la ley. No soy Yo quien vivo, es la Ley la que vive en mí. Yo llego a no ser más que la nave de su gloria. Cada prusiano lleva un gendarme en el pecho, decía hablando de sus compatriotas un oficial superior. (...) El hombre moral está necesariamente limitado en cuanto no concibe otro enemigo que lo inmoral; lo que no está bien está mal, y por consiguiente, es reprobado, odioso, etc. Así es radicalmente incapaz de comprender al egoísta. ¿El amor fuera del matrimonio no es inmoral? El hombre moral puede ignorar y confundir la cuestión; sin embargo, no escapará a la necesidad de condenar al fornicador. El amor libre es ciertamente una inmoralidad y esta verdad moral ha costado la vida a Emilia Galotti. Una joven virtuosa envejecerá soltera, un hombre virtuoso rechazará las aspiraciones de su naturaleza, procurando ahogarlas y hasta se mutilará por amor a la virtud, como Orígenes, por amor al cielo: eso será honrar la santidad del matrimonio, la inviolable santidad de la castidad; eso será moral. La impureza jamás puede dar buen fruto; cualquiera que sea la indulgencia con que el hombre honrado juzgue al que se entrega a ella, seguirá siendo una falta, una infracción de una castidad que era y continúa siendo de los votos monacales, y que ha entrado en el dominio de la moral común. Para el egoísta, al contrario, la castidad no es una virtud; es para él una cosa sin importancia. Así, ¿cuál va a ser el juicio del hombre moral acerca de él? Éste clasificará al egoísta en la única categoría de gentes fuera de las morales, en la de las inmorales. No puede hacer otra cosa; el egoísta, que no tiene ningún respeto por la moralidad, debe parecerle inmoral. Si lo juzgase de otro modo, sin confesárselo, no sería ya un hombre verdaderamente moral, sino un apóstata de la moralidad. Este fenómeno, que es frecuente hoy, puede inducirnos al error, debe, sí, decirse que el que tolere el menor ataque a la moralidad merece tanto el nombre de hombre moral como Lessing merecía el de piadoso cristiano, él, que en una parábola muy conocida, compara a la religión cristiana, la mahometana y la judía, con una sortija falsa. A menudo, las gentes van ya mucho más lejos de lo que pretendían. Hubiera sido una inmoralidad por parte de Sócrates acoger los ofrecimientos seductores de Critón y escaparse de su prisión; el único partido que moralmente podía tomar era quedarse. Los hombres de la revolución, inmorales e impíos, habían jurado fidelidad a Luis XVI, lo que no les impidió decretar su destitución y enviarlo al cadalso: acción inmoral que causará horror a las gentes honradas para toda la eternidad.  Imaginan decir una gran cosa quienes ponen el desinterés en el corazón del hombre. ¿Qué entienden por eso? Alguna cosa muy cercana a la abnegación de sí. ¿De sí? ¿De quién, pues? ¿Quién será el negado y qué interés habrá abandonado? Parece que debes ser Tú. ¿Y
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en provecho de quién se te recomienda esa abnegación desinteresada? De nuevo en Tu provecho, en Tu beneficio, simplemente a condición de perseguir por desinterés Tu verdadero interés. Tú debes sacar provecho de Ti, pero no buscar Tu provecho. El bienhechor de la humanidad, como Francke, el creador de las casas de huérfanos, u O'Connell, el infatigable defensor de la causa irlandesa, pasa por desinteresado. De la misma manera el fanático, Como San Bonifacio, que expone su vida por la conversión de los paganos; Robespierre, que todo lo sacrifica a la virtud, o Korner, que muere por su Dios, su rey y su patria. Su desinterés es cosa admitida. Así, los adversarios de O'Connell, por ejemplo, se esforzaban en presentarlo como un hombre codicioso (acusaciones a que su fortuna daba alguna verosimilitud) sabiendo bien que si llegaban a hacer sospechoso su desinterés, les sería fácil quitarle sus partidarios. Todo lo que podían probar era que O'Connell tenía sus miras en otro objetivo que el que confesaba. Pero ya atendiese a una ventaja pecuniaria o a la libertad de su pueblo, es en todo caso evidente que perseguía un objetivo; en un caso como en otro tenía un interés; sólo ocurrió que su interés nacional también era útil a Otros, lo que hacía de él un interés común. ¿No existe desinterés, ni puede encontrarse jamás? ¡Al contrario, nada es más común! Incluso se podría llamar al desinterés un artículo de moda del mundo civilizado y se le tiene por tan necesario, que cuando siendo de buena tela cuesta demasiado caro, se le compra de mala clase; se remienda el desinterés. ¿Dónde empieza el desinterés? Precisamente en el instante en que un objetivo deja de ser nuestro objetivo y nuestra propiedad y en que cesamos de disponer de él a nuestro gusto, como propietarios, cuando ese objetivo se convierte en un objeto fijo o una idea obsesiva y comienza a inspirarnos, a entusiasmarnos, a fanatizarnos; en resumen, cuando se convierte en nuestro dueño. No es uno desinteresado en tanto que tiene el objetivo en su poder; se llega a serIo cuando se exhala el grito del corazón de los poseídos: Yo soy así, no puedo ser de otro modo y se aplica a un objetivo sagrado un celo sagrado. Yo no soy desinteresado mientras el objetivo Me sea propio, en lugar de convertirme en el instrumento ciego de su cumplimiento lo pongo perpetuamente en cuestión. No por ello mi celo ha de ser menor que el del fanático, pero ante mi objetivo soy frío, incrédulo, su enemigo irreconciliable, sigo siendo su juez, porque soy su propietario. El desinterés pulula allí donde reina la posesión, tanto en las posesiones del diablo como en las del buen Espíritu; allá, vicio, locura, etc., aquí, resignación, sumisión, etc. ¿Adónde dirigir la mirada sin hallar alguna víctima de la renuncia de sí? Frente a mi casa habita una joven que desde hace cerca de diez años ofrece a su alma sangrientos holocaustos. Era tiempo atrás una adorable criatura, pero la laxitud mortal encorva hoy su frente y su juventud se desangra y muere lentamente bajo sus mejillas pálidas. ¡Pobre niña, cuántas veces las pasiones habrán palpitado en su corazón y el ímpetu de la juventud habrá reclamado su derecho! Cuando posabas tu cabeza en la almohada, ¡cómo se estremecía la naturaleza viviente en tus miembros, cómo saltaba la sangre en tus arterias! Tú sola lo sabes y Tú sola podrías decir los ardientes ensueños que encendían en Tus ojos la llama del deseo. Entonces, apareció el espectro del alma y de su santidad. ¡Espantada juntabas las manos, elevabas al cielo tu torturada mirada, orabas! El tumulto de la naturaleza se apaciguaba y la calma inmensa del mar ahogaba el océano de tus deseos. Poco a poco, la vida se extinguía en tus ojos, cerrabas tus párpados amoratados, se hacía el silencio en tu corazón, tus manos juntas volvían a caer inertes sobre tu seno sin sacudidas; un suspiro último se exhalaba de tus labios, y el alma quedaba apaciguada. Te dormías para despertar al día siguiente con nuevas luchas y nuevas oraciones.
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Hoy, el hábito de la renuncia ha helado el ardor de Tus deseos y las rosas de Tu primavera palidecen al viento desecante de Tu felicidad futura. El alma está a salvo, el cuerpo puede perecer. ¡Oh, Lais; oh, Ninón, qué razón tuvisteis en despreciar esa incolora prudencia! ¡Una griseta, libre y alegre, por mil solteronas encanecidas por la virtud!  Si opongo la espontaneidad de la inspiración a la pasividad de la sugestión y lo que Nos es propio a lo que nos es dado, se haría mal en responderme que, dependiendo todo de todo, y formando el Universo un todo solidario, nada de lo que somos o de lo que tenemos está, por consiguiente, aislado, sino que nos viene de las influencias circundantes y, en resumen, nos es dado. La objeción resultaría falsa, porque hay una gran diferencia entre los sentimientos y los pensamientos que Me son sugeridos por lo ajeno y los sentimientos y los pensamientos que Me son dados porque Dios, Inmortalidad, Libertad, Humanidad, son de estos últimos: se nos inculcan desde la infancia y en nosotros hunden sus raíces más o menos profundamente. Pero, ya gobiernen a unos sin que lo adviertan, ya en otros, naturalezas más ricas, se ensanchen y se hagan el punto de partida de sistemas o de obras de arte, no dejan de ser sentimientos dados y no sugeridos, porque creemos en ellos, y se nos imponen. Que exista un absoluto y que ese absoluto pueda ser percibido, sentido y pensado, es un artículo de fe para los que consagran sus veladas a penetrarlo y definirlo. El sentimiento de lo absoluto es para ellos algo dado, el texto sobre el cual toda su actividad se limita a bordar las cosas más diversas. Igualmente, el sentimiento religioso era para Klopstock un dato que no hizo más que traducir en forma de obra de arte en su Mesiada. Si la religión no hubiera hecho más que estimular a sentir y a pensar, y si hubiera podido tomar él mismo posesión enfrente de ella, hubiese llegado a analizar y finalmente a destruir el objeto de sus piadosas efusiones. Pero hecho hombre, no hizo más que alambicar los sentimientos de que se había henchido su cerebro de niño y derrochó su talento y sus fuerzas en vestir sus antiguas muñecas. La diferencia existe, pues, entre los sentimientos que nos son dados y aquellos que las circunstancias exteriores Nos sugieren. Estos últimos son propios, son egoístas, porque no nos los han apuntado e impuesto en cuanto sentimientos; los primeros, por el contrario, nos han sido dados, los cuidamos como una herencia, los cultivamos y nos poseen. ¿Quién no se ha percatado, consciente o inconscientemente, de que toda nuestra educación consiste en injertar en nuestro cerebro ciertos sentimientos en lugar de dejarnos a Nosotros mismos su elaboración, cualquiera que fuese su resultado? Cuando oímos el nombre de Dios, debemos experimentar temor, cuando se pronuncia ante nosotros el nombre de Su Majestad el Príncipe, debemos sentirnos penetrados de respeto, de veneración y de sumisión, si se nos habla de moralidad, debemos entender alguna cosa inviolable, si se nos habla del mal o de los malvados, no podemos dispensarnos de temblar, y así sucesivamente. Esos sentimientos son obligatorios y quien, por ejemplo, se deleitase en el relato de las hazañas de malvados, sería azotado y castigado para enderezarlo por el buen camino. Embutidos de sentimientos dados, llegamos a la mayoría de edad y podemos ser emancipados. Nuestro equipo consiste en sentimientos elevados, pensamientos sublimes, máximas edificantes, principios eternos, etc. Los jóvenes son mayores cuando murmuran como los viejos; se les empuja a las escuelas para que en ellas aprendan los viejos estribillos, y cuando los saben de memoria llega la hora de la emancipación. No nos está permitido experimentar con ocasión de cada objeto y de cada nombre que se presentan a nosotros el primer sentimiento que sobrevenga; el nombre de Dios no debe
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despertar en nosotros imágenes risibles o sentimientos irrespetuosos; lo que de él debemos pensar y lo que debemos sentir nos está trazado y prescrito de antemano. Tal es el sentido de lo que se llama cura de almas; mi alma y mi espíritu deben estar moldeados según lo que conviene a los Demás y no según lo que pudiera convenirme a Mí mismo. ¡Cuánto esfuerzo requiere Uno para adquirir un sentimiento propio y reírse en las barbas de quien espera de nosotros una mirada beata y una actitud respetuosa ante su perorata! Lo que Nos es dado Nos es ajeno, no Nos pertenece como propio y por ello es sagrado y es difícil despojarse de la santa emoción que nos inspira. Se oye alabar mucho hoy a la seriedad, la gravedad en los asuntos y los negocios de alta importancia, la gravedad alemana, etc. Esta manera de tomar las cosas por lo serio muestra cuán inveteradas y graves se han hecho ya la locura y la posesión. Porque no hay nada más serio que el loco cuando se pone a cabalgar en su quimera favorita; ante su celo no es cosa de bromear. (Véanse las casas de locos.)  
La jerarquía 
Las reflexiones históricas sobre nuestra herencia mongólica que intercalo aquí en forma de digresión, no tienen pretensión alguna de profundidad ni de solidez. Si las presento al lector, es simplemente porque creo que pueden contribuir al esclarecimiento de lo demás. La historia de la humanidad, que pertenece, propiamente hablando, a la raza caucásica, parece haber recorrido hasta el presente dos períodos. Al primero, durante el cual tuvimos que despojarnos de nuestra original naturaleza negra, sucedió el período mongol (chino). El período negro representa la antigüedad, los siglos de dependencia a las cosas (se devoraban los pollos sagrados, vuelo de las aves, estornudo, trueno y relámpagos, murmullo de los árboles, etc. ); el período mongol representa los siglos de dependencia a los pensamientos, es el período cristiano. Al porvenir le están reservadas estas palabras: Yo soy poseedor del mundo de las cosas y del mundo del Espiritu. El valor de mi Yo no puede encarecerse, en tanto que el duro diamante del no-yo (sea este no-yo el Dios o el mundo) continúe a un precio tan exorbitante. El no-yo está aún demasiado verde y demasiado duro para que Yo pueda catarlo y absorberlo. Los hombres, con una actividad extraordinaria por lo demás, no hacen más que arrastrarse sobre ese inmutable, es decir, sobre esa substancia, como insectos sobre un cadáver cuyos jugos sirven como alimento, y que por ello no le destruyen. Todo el trabajo de los mongoles es una actividad de gusanos. Entre los chinos, en efecto, todo continúa como antes; una revolución no suprime nada esencial o substancial, y no hace más que volverlos más afanosos en torno de lo que queda en pie, lo que lleva el nombre de antigüedad, de abuelos, etc. Por eso, en el período mongol que atravesamos, todo cambio no ha sido nunca más que una reforma, una mejora, jamás una destrucción, un trastorno, una aniquilación. La substancia, el objeto, permanece. Toda nuestra industria no ha sido más que actividad de hormigas y saltos de pulgas, juglerías, sobre la cuerda tirante de lo objetivo y servicios corporales bajo el bastón del capataz de lo inmutable o eterno. Los chinos son ciertamente el más positivo de los pueblos, y eso porque están enterrados bajo los dogmas; pero la Era Cristiana tampoco ha salido de lo positivo; es decir, de la libertad restringida, de la libertad hasta
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cierto límite. En los grados más elevados de la civilización, esa actividad es llamada científica y se traduce por un trabajo que reposa sobre una suposición fija, una hipótesis inconmovible. La moralidad, bajo su primera y más ininteligible forma, se presenta como hábito. Obrar conforme a los usos y costumbres de su país, es ser moral. Por ello es más fácil a los chinos obrar moralmente y llegar a una pura y natural moralidad: no tienen más que atenerse a las viejas usanzas, a las viejas costumbres y odiar toda innovación como un crimen que merece la muerte. La innovación es, en efecto, la enemiga mortal del hábito, de la tradición y de la rutina. Está fuera de duda que el hábito acoraza al hombre contra la importunidad de las cosas y le crea un mundo especial, el único en el que se siente en su casa, es decir, un cielo. ¿Qué es un cielo, en efecto, sino la patria propia del hombre, donde nada extraño le solicita y le domina, donde ninguna influencia terrena le enajena, en una palabra, donde, purificado de las manchas terrenales, pone fin a su lucha contra el mundo, donde no tiene ya que renunciar a nada? El cielo es el fin de la renuncia, el goce libre. El hombre no tiene que renunciar a nada, porque allí nada le es extraño u hostil. El hábito es, pues, una segunda naturaleza que desata y libra al hombre de su naturaleza primitiva y le pone al abrigo de los azares de esa naturaleza. Las tradiciones de la civilización china han prevenido todas las eventualidades. Todo está previsto. Suceda lo que quiera, el chino sabe siempre cómo debe portarse; no tiene necesidad nunca de tomar consejo de las circunstancias. Jamás un acontecimiento inesperado le precipita del cielo de su reposo. El chino que ha vivido en la moralidad y que se ha aclimatado a ella perfectamente, ni puede ser sorprendido, ni desconcertado; en toda ocasión guarda su sangre fría, es decir, la calma del corazón y del espíritu, porque su corazón y su espíritu, gracias a la previsión de las viejas costumbres tradicionales, no pueden trastornarse ni turbarse en ningún caso, lo imprevisto no existe ya. Por el hábito, la humanidad asciende el primer escalón de la civilización o de la cultura y como, ascendiendo en la cultura, se imagina alcanzar, al mismo tiempo, el cielo o reino de la cultura y de la segunda naturaleza sube en realidad por el hábito el primer escalón de la ascensión celestial. Si los mongoles han afirmado la existencia de seres espirituales, y creado un cielo, un mundo de Espíritus, los caucásicos, por otra parte, durante millares de años, han luchado contra esos seres espirituales para penetrarlos y comprenderlos. No hacían en esto más que edificar sobre el terreno mongol. No edificaban sobre la arena, sino en los aires; han luchado contra la tradición mongol y asaltado el cielo mongol, el Thian. ¿Cuándo acabarán por aniquilarlo definitivamente? ¿Cuándo se convertirán por fin en auténticos caucásicos y se encontrarán a sí mismos? La inmortalidad del alma, que en los últimos tiempos parecía haberse consolidado más, presentándose como inmortalidad del Espíritu, ¿cuándo se invertirá en mortalidad del Espíritu? Gracias a los industriosos esfuerzos de la raza mongol, los hombres habían construido un cielo, cuando los caucásicos, en tanto que por tradición mongol se cuidaban del cielo, se entregaron a una tarea opuesta: la tarea de asaltar ese cielo de la moralidad y conquistarlo. Derribar todo dogma para elevar sobre el terreno devastado uno nuevo y mejor, destruir las costumbres para poner en su lugar costumbres nuevas y mejores, ésa es toda su obra. Pero ¿esta obra es lo que se propone ser y alcanza verdaderamente su objeto? No: esta persecución de lo mejor está contaminada de mongolismo; no conquista el cielo más que para crear uno nuevo, no derriba una antigua potencia más que para legitimar una nueva, no hace, en suma, más que mejorar. Y sin embargo, el objetivo, por mucho que repetidamente se pierda de vista, es la destrucción verdadera y completa del cielo, de la tradición, etcétera;
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es, en una palabra, el fin del hombre asegurado únicamente contra el mundo, el fin de su aislamiento, de su solitaria interioridad. En el cielo de la civilización, el hombre trata de aislarse del mundo y quebrar su potencia hostil. Pero este aislamiento celeste debe ser destruido a su vez y el verdadero fin de la conquista del cielo es la destrucción, el aniquilamiento del cielo. El caucásico que mejora y que reforma, obra como mongol, porque no hace más que restablecer lo que era, es decir, un dogma, un absoluto, un cielo. El, que ha consagrado al cielo un odio implacable, edifica cada día nuevos cielos; elevando cielo sobre cielo, no hace más que aplastarlos uno bajo el otro; el cielo de los judíos destruye el de los griegos, el de los cristianos destruye el de los judíos, el de los protestantes el de los católicos, etc. Si esos titanes humanos llegan a liberar la sangre caucásica de su herencia mongol, enterrarán al hombre espiritual bajo las cenizas de su prodigioso mundo espiritual, el hombre aislado bajo su mundo aislado y a todos los que construyen un cielo, bajo las ruinas de ese cielo. Y el cielo es el reino de los Espíritus, el dominio de la libertad espiritual. El reino de los cielos, el reino de los Espíritus y de los fantasmas, ha encontrado el puesto que le convenía en la filosofía especulativa. Se ha convertido en el reino de los pensamientos, de los conceptos y de las ideas; el cielo está poblado de ideas y de pensamientos y ese reino de los Espíritus es la realidad misma. Querer libertar el Espíritu es puro mongolismo, libertad del Espíritu, del sentimiento, de la moral, son libertades mongoles. Se considera la palabra moralidad como sinónimo de actividad espontánea, de libre disposición de sí mismo. Sin embargo, no hay nada de eso; al contrario, si el caucásico ha dado pruebas de alguna actividad personal, ha sido a pesar de la moralidad que tenía de sus adherencias mongolas. El cielo mongol o tradición moral ha seguido siendo una incontestable fortaleza, y el caucásico ha dado pruebas de moralidad sólo por los asaltos repetidos que le ha dado; porque si ya no hubiese tenido ningún cuidado de la moralidad, si no hubiera visto en esta última su perpetuo e invencible enemigo, la relación entre él y la tradición, es decir, su moralidad, habría desaparecido. El hecho de que sus impulsos naturales sean todavía morales, es precisamente lo que le queda de su herencia mongol; es una señal de que no se ha repuesto todavía. Los impulsos morales corresponden exactamente a la filosofía religiosa y ortodoxa, a la monarquía constitucional, al Estado cristiano, a la libertad dentro de ciertos límites, o para emplear una imagen, al héroe clavado en su lecho de dolor. El hombre no habrá vencido realmente al chamanismo y al cortejo de fantasmas que arrastra detrás de sí, más que cuando tenga la fuerza de rechazar, no sólo la superstición, sino la fe, no sólo la creencia en los espíritus, sino la creencia en el Espíritu. Quien cree en los espectros no se inclina más profundamente ante la intervención de un mundo superior que lo hace quien cree en el Espíritu, y ambos buscan un mundo espiritual tras el mundo sensible. En otros términos, engendran otro mundo y creen en él; ese otro mundo, creación de su espíritu, es un mundo espiritual; sus sentimientos no perciben ni conocen nada de ese otro mundo inmaterial, sólo su espíritu vive en él. Cuando se cree, como el mongol, en la existencia de seres espirituales, no se está lejos de concluir que la esencia propiamente humana es su Espíritu y que se deben dedicar todos sus cuidados solamente al Espíritu, a la salvación del alma. Se afirma así la posibilidad de obrar sobre el Espíritu, lo que se llama influencia moral.
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Salta, pues, a la vista que el mongolismo representa la negación radical de los sentidos y el reinado del sin-sentido y de la contranaturaleza y que el pecado y la conciencia del pecado han sido durante miles de años una plaga mongol. Pero ¿quién reducirá el Espíritu a su nada? El, que mediante su Espíritu descubrió la Naturaleza como nada, limitada y perecedera, sólo él puede probar la nadeidad del Espíritu. Yo lo puedo, y entre vosotros lo pueden todos aquellos que, en tanto que Yo ilimitado, dominan y crean, lo puede; en una palabra, el egoísta.  Divídense los hombres en dos clases, los cultos y los incultos. Los primeros, en la medida en que eran dignos de esta apelación, se ocupaban con los pensamientos, con el Espíritu, y como durante la era postcristiana, que tuvo el pensamiento por principio, eran los amos, exigieron de todos la más respetuosa sumisión a los pensamientos reconocidos por ellos. Estado, Emperador, Iglesia, Dios, Moralidad, Orden, etc., son éstos pensamientos o espíritus que no existen más que para el Espíritu. Un ser simplemente vivo, un animal, se inquieta de ellos tan poco como un niño. Pero los incultos no son en realidad más que niños y el que no piensa más que en proveer a las necesidades de su vida, es indiferente a todos los fantasmas; pero por otra parte, carente de fuerza contra ellos, acaba por sucumbir a su poder y ser dominado por pensamientos. Tal es el sentido de la jerarquía. ¡La jerarquía es la dominación del pensamiento, el dominio del Espíritu! Hemos sido jerárquicos hasta ahora, oprimidos por quienes se apoyan en pensamientos. Los pensamientos son lo sagrado. Pero a cada instante el culto choca con el inculto, y a la inversa, no sólo en ocasión del encuentro de dos hombres, sino en un solo y mismo hombre. Porque ningún culto es tan culto que no tenga algún placer en las cosas, obrando con ello como un inculto, y ningún inculto carece totalmente de pensamientos. Hegel pone en evidencia la ardiente ansiedad del hombre precisamente más culto, por las cosas, y su repudio de toda teoría hueca. Así la realidad, el mundo de las cosas, debe corresponder completamente al pensamiento, y ningún concepto debe carecer de realidad. Eso es lo que ha hecho llamar objetivo al sistema de Hegel, con preferencia a toda otra doctrina, porque el pensamiento y el objeto, lo ideal y lo real celebraban en él su unión. Este sistema no es sin embargo, más que la apoteosis del pensamiento, su despotismo más extremo, su poder absoluto; es el triunfo del Espíritu y con Él el triunfo de la filosofía. La filosofía no puede elevarse más alta, pues su culminación es la omnipotencia del Espíritu, su totalitarismo. Los hombres espirituales se han puesto Algo en la cabeza que debe ser realizado. Tienen las nociones de Amor, de Bien, etc. que desearían ver realizadas. Quieren, en efecto, fundar sobre la Tierra un reino, en el que nadie obrará ya por interés egoísta, sino por Amor. El Amor debe dominar. Lo que se han puesto en la cabeza no tiene más que un nombre; es una idea obsesiva. Su cerebro está hechizado, y el más importuno, el más obstinado de los fantasmas que ha elegido allí su domicilio, es el Hombre. Acordaos del proverbio: El camino del infierno está empedrado de buenas resoluciones. La resolución de realizar completamente en sí al Hombre es uno de esos excelentes empedrados del camino de la perdición y los firmes propósitos de ser Bueno, Noble, Caritativo, etc., proceden de la misma cantera. (...) ¡Cuán limitado es el imperio del hombre! Debe dejar al sol seguir su camino, al mar levantar las olas, a la montaña elevarse hacia el cielo. Se ve impotente ante lo inmutable. ¿Puede defenderse de la sensación de impotencia frente a este mundo titánico? El mundo es la ley inquebrantable a la que el hombre ha de someterse, la ley que determina su destino.
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¿Cuál fue el objetivo de los esfuerzos de la humanidad precristiana? Defenderse de los golpes de la suerte y escapar a su merced. Los estoicos lo consiguieron mediante la apatía, considerando como indiferentes los azares de la naturaleza, y no dejándose afectar por ellos. Horacio, con su célebre Nihil mirari, proclama igualmente con indiferencia frente al otro, al mundo, que no debe ni influir sobre nosotros, ni excitar nuestro asombro. Y el impavidum ferient ruinae del poeta expresa precisamente la misma impasividad que el tercer versículo del salmo XLV: No temeremos, cuando la tierra se hunda ... etc. En todos ellos, el aforismo sobre la vanidad del mundo, abre las puertas al desprecio cristiano del mundo. La impasibilidad de espíritu del sabio, por la que el mundo antiguo prepara su ruina, recibió una sacudida interior, que ni la ataraxia, ni el estoicismo pudieron proteger. El Espíritu, sustraído a la influencia del mundo, insensible a sus golpes, elevado por encima de sus ataques, ese Espíritu que ya no se asombra de nada y al que el derrumbamiento del mundo hubiera sido incapaz de conmover, vino a desbordarse irresistiblemente, distendido por los gases (espíritus, gas, vapor) nacidos en su interior; y cuando los choques mecánicos venidos de fuera llegaron a ser impotentes contra él, las afinidades químicas, excitadas en su seno, entraron en juego y empezaron a ejercer su maravillosa acción. La historia antigua se cierra virtualmente el día en que Yo consigo hacer del mundo Mi propiedad. Mi padre me ha puesto todas las cosas en mis manos. El mundo cesa de aplastarme con su poder, no es ya inaccesible, sagrado, divino, etc.; los dioses han muerto y Yo trato al mundo tan a mi antojo, que sólo de mí dependería operar en él milagros, que son obras del espíritu: yo podría derribar montañas, ordenar a esa morera que se desarraigase y fuese a arrojarse al mar, y todo lo que es posible, es decir, pensable. Todas las cosas son posibles al que cree. Yo soy el señor del mundo, el señorío está en Mí. El mundo se ha hecho prosaico, porque lo divino ha desaparecido de él: es Mi propiedad y Yo uso de ella como me place, esto es, como place al Espíritu. Con la ascensión del Yo a poseedor del mundo, el egoísmo consigue su primera victoria, y una victoria decisiva; ha vencido al mundo y lo ha suprimido, confiscando en su provecho la obra de una larga serie de siglos. ¡La primera propiedad, el primer trono, está conquistado! Pero el señor del mundo no es todavía señor de sus pensamientos, de sus sentimientos y de su voluntad; no es el señor y poseedor del Espíritu, porque el Espíritu es aún sagrado, es el Espíritu Santo. El cristianismo, que ha negado el mundo, no puede negar a Dios. La lucha de la antigüedad era una lucha contra el mundo, el combate de la Edad Media fue un combate contra sí mismo, contra el Espíritu. El enemigo de los antiguos había sido exterior; el de los cristianos fue interior, y el campo de batalla en que llegaron a las manos fue la intimidad de su pensamiento, de su conciencia. Toda la sabiduría de los antiguos es la Cosmología, toda la sabiduría de los modernos es la Teología, la ciencia de Dios. Los paganos (comprendidos los judíos), habían acabado con el mundo: se trató, en lo sucesivo, de acabar consigo mismo, con el Espíritu, y de negar el Espíritu, es decir, de negar a Dios. Durante cerca de dos mil años nos hemos esforzado en avasallar al Espíritu Santo, y poco a poco hemos desgarrado algunos jirones de la santidad y los hemos pisoteado, pero el formidable adversario se levanta siempre de nuevo bajo otras formas u otros nombres. El Espíritu no ha cesado aún de ser divino, santo, sagrado. Hace largo tiempo, en verdad, que no se cierne ya por encima de nuestras cabezas como una paloma; hace largo tiempo que no
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desciende ya sólo sobre los elegidos; se deja coger también por laicos, etc.; pero en cuanto Espíritu de la humanidad, es decir, Espíritu del hombre, permanece para Ti y para Mí como un Espíritu ajeno, muy lejos de ser una propiedad de la que podamos disponer según nuestro antojo. Es cierto, no obstante, un hecho que ha dominado visiblemente el desarrollo de la historia postcristiana: el afán de convertir el Espíritu Santo en humano, aproximarlo a los hombres, o aproximar los hombres a él. Por ello ha sido concebido finalmente como el Espíritu de la Humanidad, y nos parece más fácil, más familiar y asequible bajo sus diversos nombres de idea de la Humanidad, Género Humano, Humanismo, filantropía, etc. ¿No se debería pensar que hoy cada uno puede poseer el Espíritu Santo, interpretar la Idea de la Humanidad y realizar en sí el Género Humano? No, el Espíritu no ha perdido ni su santidad, ni su inviolabilidad, no nos es accesible y no es nuestra propiedad, porque el Espíritu de la Humanidad no es Mi Espíritu. Puede ser mi ideal, y en cuanto yo lo pienso, lo llamaré Mío; el pensamiento de la humanidad es Mi propiedad y lo pruebo superabundantemente por el solo hecho de que yo hago de él lo que me place y le doy hoy tal forma y mañana tal otra. Nos representamos el Espíritu bajo los aspectos más diversos, pero es, sin embargo, un fideicomiso que no puedo enajenar ni tampoco puedo suprimir. A la larga y después de múltiples avatares, el Espíritu Santo se ha convertido en la idea absoluta, la cual a su vez, dividiéndose y subdividiéndose, ha dado a luz a las diversas ideas de filantropía, de buen sentido, de virtud cívica, etc. Pero ¿puedo llamar a la idea Mi propiedad cuando es la idea de la humanidad y puedo considerar al Espíritu como superado, cuando debo servirle y sacrificarme por Él? La antigüedad, al declinar, no consiguió hacer del mundo su propiedad sino una vez destruida su supremacía y su divinidad y haber reconocido su vanidad y su impotencia. Mi actitud frente al Espíritu es idéntica: si lo reduzco a un fantasma y rebajo el poder que ejerce sobre Mí al rango de una ilusión, no parecerá ya ni santo, ni sagrado, ni divino, y Yo me serviré de él en vez de servirle, como me sirvo de la Naturaleza, a Mi gusto y sin el menor escrúpulo. La naturaleza de las cosas, la noción de las relaciones, deben guiarme: la naturaleza de las cosas enseña cómo debo portarme con ellas; la noción de las relaciones, me enseña a obtener conclusiones. ¡Como si la idea de una cosa existiese por sí misma! ¡Como si la relación que Yo concibo no fuese única, por el hecho de que Yo, que la concibo, soy Único! ¿Qué importa el título bajo el cual los demás la pongan? Pero lo mismo que se ha separado la esencia del hombre del hombre real, y que se juzga a éste con arreglo a aquélla, así también se ha separado al hombre real de sus actos, a los que se aplica como criterio la dignidad humana. Las ideas deben decidir sobre todo; son ideas las que gobiernan la vida, son ideas las que reinan. Tal es el mundo religioso al que Hegel ha dado una expresión sistemática, cuando, poniendo método en el absurdo, sienta sobre las leyes de la lógica los cimientos profundos de todo su edificio dogmático. Las ideas nos imponen la ley, y el hombre real, es decir, Yo, estoy forzado a vivir según esas leyes de la lógica. ¿Puede haber una dominación peor, y no convino desde el principio el cristianismo en que no se perseguía otro fin que hacer más rigurosa la dominación de la ley judaica? (No ha de perderse ni una letra de la ley.) El liberalismo no ha hecho más que poner otras ideas a la orden del día: ha reemplazado lo divino con lo humano, la Iglesia con el Estado y el fiel con el sabio, o, en general, los dogmas toscos y los aforismos anticuados por ideas reales y leyes extemas.
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Hoy nada reina ya en el mundo más que el Espíritu. Una innumerable multitud de ideas zumban en todos sentidos en las cabezas; y ¿qué hacen los que quieren avanzar? ¡Niegan esas ideas para poner otras en su lugar! Ellos dicen: os formáis una idea falsa del Derecho, del Estado, del Hombre, de la libertad, de la verdad, del honor, etc., la idea que hay que formarse del Derecho, etc., es más bien una que proponemos. Así, la confusión de las ideas va creciendo. La historia del mundo es cruel para nosotros, y el Espíritu ha conquistado un poder soberano. Tú debes respetar Mis miserables zapatos, que podrían proteger Tus pies desnudos, debes respetar Mi sal, gracias a la cual tus patatas estarían menos insípidas, y Mi soberbia carroza, cuya posesión Te pondría para siempre al abrigo de la necesidad; no puedes alargar la mano hacia todo ello. Todas esas cosas, y otras innumerables, son independientes de Ti, y el hombre debe reconocerlas como tales; debe tenerlas por intangibles e inaccesibles, honrarlas, respetarlas, ¡desgraciado de él si eleva la mano a ellas, eso lo llamamos tener las uñas largas! ¿Qué nos queda? Bien poca cosa; ¡ay, tanto valdría decir que nada! Todo nos es arrebatado, y no podemos intentar nada de lo que no nos ha sido dado; si vivimos, no es más que por la clemencia del donador, que nos ha concedido esa gracia. Ni siquiera Te es permitido recoger un alfiler si no has pedido antes permiso, y si no eres autorizado para ello. ¿Y autorizado por quién? ¡Por el respeto! Sólo cuando él Te haya otorgado la propiedad de ese alfiler, podrás bajarte y cogerlo. Más aún no podrás tener ningún pensamiento, pronunciar ninguna sílaba, efectuar ningún acto que tengan en Ti sólo su sanción, en lugar de recibirla de la moralidad, de la razón o de la humanidad. ¡Bienaventurada ingenuidad la del hombre que no conoce más que sus apellidos, con qué crueldad se ha procurado inmolarte sobre el altar de la fuerza! Alrededor del altar se levanta una iglesia, y esa iglesia se agranda, y sus murallas se apartan cada día más. Lo que cubre la sombra de sus bóvedas es sagrado, inaccesible a tus deseos, sustraído a tus ataques. Con el vientre vacío, rondas al pie de esas murallas, buscando para apagar Tu hambre algunos restos de lo profano, y los círculos de tu carrera se ensanchan sin cesar. Pronto esa Iglesia cubrirá la Tierra entera, y Tú serás rechazado a sus más lejanos límites; un paso aún y el mundo de lo sagrado habrá vencido y Tú te hundirás en el abismo. ¡Valor, pues, paria, puesto que es tiempo aún! ¡Cesa de errar, clamando hambre, a través de los campos segados de lo profano, arriésgalo todo y arrójate forzando las puertas en el corazón mismo del santuario! ¡Si destruyes lo sagrado, lo habrás convertido en Tu propiedad! ¡Digiere la hostia, y queda libre!   
Los libres 
Como hemos consagrado dos capítulos distintos a los antiguos y a los modernos, se podría juzgar conveniente que consagrásemos especialmente uno a los libres, como representantes de un tercer momento de la evolución del pensamiento humano. Pero no hay nada de eso. Los libres no son más que modernos, los más modernos entre los modernos; si les hacemos el honor de un estudio aparte es únicamente porque son el presente y el presente merece, ante todo, fijar nuestra atención. Yo empleo el nombre de libres como un sinónimo de
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liberales, pero debo dejar para más tarde el examen de la idea de libertad, como de varias otras cuya alusión no podré evitar en el presente.  



domingo, 5 de junio de 2016

LA TEMPORALIDAD COMO DIMENSIONES ESTRUCTURALES DEL TIEMPO (LUF)


LA TEMPORALIDAD COMO DIMENSIONES ESTRUCTURALES DEL TIEMPO


Antonio Pérez-Paredes
Conferencia pronunciada en la Universidad del Sur
Del sujeto eyectado a la voluntad cognoscente



Que seamos hombres que piensen cosas raras, raras dentro del campo de lo no pensado como otros sujetos (hombres en general) piensan no le indica rareza a lo que pensemos, sólo vislumbra una originalidad frívola del que mira desde arriba y se marea con su propia altura. Más adelante en la sección dedicada al estudio de la voluntad cognoscente penetraremos más el sentido del no dejarse perder por lo que podría considerarse hermoso dentro del estudio filosófico del Ser ya que entendiéndolo a fondo sólo nos refleja lo supremo que paradójicamente podemos y no podemos ser.

     El Ser es ser de sí porque en él se ha desarrollado el proyecto de siempre ser siempre lo siendo, en otras palabras para referirnos al Ser estéticamente apoyándonos en una poética lo que Es, diríamos que Somos ese Somos, por eso nos duele ser, ya que ser en esencia del en-sí, deja de ser el Ser por ello sólo Siendo lo que Somos podemos seguir estando Siendo el Ser. Heidegger hace significar al Ser desde su genealogía lo oscuro de los entes cuando aparecen como Son, lo oscuro del concepto de Ser en Heidegger vuelve nubarrón al regresarlo y no permitirle luz, esa luz esencial que sólo el lenguaje propicia, entendiendo luz como facilitación existente de un entendimiento práctico del Ser (DASEIN) EL Ser práctico tiene esa luz de la practicidad, porque volvería su sentido hacía el  telos de la acción. No sólo lo oscurece lo priva de una posible estabilidad óntica al superiorizarlo, quien es ya un Ser para Heidegger protagonizaría siempre la historia porque para Heidegger el Ser hace la historia porque tiene que asumir su responsabilidad de Ser en el mundo mediante las decisiones, estás decisiones ya son en esencia historicidad existenciable. 

El Ser del para-sí es del para-sí porque su orden <para> implica un <hacía> su Ser para su Ser, quiere significar el Ser hacía afuera. Pero este <hacía> designa un estado de base ontológico que debe ser el no-ser quien por origen radica u hace radicar el pasado, el Ser que se dirige hacía el para sí es el para sí del futuro por lo tanto lo es del pasado porque ya no Es ese ser del Ser del para-sí. Ahora lo Es del futuro pero a su vez no lo es del pasado porque ya fue, lo <ya fue> implica raíz. El “yo fui” algo que Heidegger anuncia así;[1] El “ser ahí” es en su ser fáctico, en su pasado. Y esto no sólo porque su pasado le quede a “espaldas”, por decirlo así, y posea lo pasado como una peculiaridad aún ante los ojos que a veces obra todavía en él. El concepto del Ser es tan aprehensivo con su vitalidad que se vuelve uno de los más vulgares allende de lo que puede o no dejársenos ver como fenómeno fenoménico.

     El Ser (hombre) del pasado es el Ser de conciencia de pasado, sólo puede ser, Ser del pasado por la conciencia de que fue un ser del no, un en sí. La memoría del Ser es el arma que deviene ser del pasado el no-ser, que es la antítesis del Ser, recuerda ese “no es” en la media que su memoria elabora esquemas de lo que ya no es en cumplimiento de todo lo que hizo cuando era. Y era el no ser, el ser en sí.  El pasado es lo que ya no es, ya fue, por lo tanto dentro de la estructura temporal del Ser el pasado es pasado si hubo posibilidad de que el no ser llegase a Ser del para sí. Con más calma, al hablar de las dimensiones como estructuras de la temporalidad hacemos referencia exclusiva del lugar donde colocar al Ser, quizá esto Sartre no lo tomo en cuenta, de aquí la importancia del análisis dialéctico con la única fina y tal vez cínica intención de no dejarnos envolver. Idiotizar por lo que la filosofía existencial nos entrega.

     Lo pasado es dimensión del Ser porque antes de su Ser, hubo un no ser “su pasado inmediato” por lo tanto el que no hubiera conseguido Ser lo que su Ser sería contradeciría lo usado anteriormente como designios del Ser, ya no tendría para sí, lo uno del sujeto es el sujeto mismo es sujeto del en sí, lo en sí no tiene pasado porque en él no hay conciencia de pasado porque ni siquiera es un para sí, que regresará la mirada y advirtiera que fue algo antes de lo que es, el Ser. En resumen, el no-ser no tiene pasado porque en su ser no cabe lo <fui> en cambio el para sí como tuvo con anterioridad el puesto del en sí y ahora no lo es entonces fue algo, fue en sí, o sea tuvo pasado.

     Ser del para sí entonces es presente, en lo presente se afirma el para sí, ¿Cómo podremos averiguar que lo para sí pertenece al presente sólo porque la pregunta que se formula para saberlo se hace siempre en consideración a un estado donde no soy lo que fui ni lo que podre ser? Sencillo ¿no? La segunda dimensión Sartreana de las estructuras de la temporalidad es el presente pero aquí la discrepancia aumenta porque el presente no brinda las posibilidades de encontrar un hilo conductor hacía el pasado o el futuro más bien lo divide por su fugacidad, la fugacidad del tiempo en su totalización convierte el presente en la línea divisoria entre el pasado y el futuro, el Ser ahora ya no se va preocupar por su pasado que es el no ser, ahora lo primordial es ubicarse en torno a qué y a dónde se sostiene su raíz ontológica, sería estar dentro de la misma fugacidad de la que es propia el sentido de lo que es presente. Es infinitamente finito, en ella se manifiesta lo absoluto de la absolutez, la nada, el presente es la nada. Si estábamos buscando el Ser ya lo encontramos desde la primera parte, y ahora dimos con la nada. El presente del Ser es el Ser que esta. El presente contrario a la ausencia, no es ausencia de presencia sino que lo ausente indica que está ausente de un lugar pero presente en otro donde no es ausente sino presente de la no-ausencia. Resumiendo el Ser es Ser de presente en camino a la presencia presente del otro; este presente es nada. 

La tercera dimensión que comprende la temporalidad como estructura es el futuro, lo que no es lo que viene ni lo que vendrá, sino todo lo posible. El futuro es lo que no es. Si no es todavía en su núcleo sólo hay posible posibilidad. El Ser del para sí como describimos al ser para sí desprende de su Ser el Ser que será arrojado hacía lo posible, lo futuro, Jaspers dice que todo Ser que desee conocer e ir más allá de sí tendrá frente de sí la angustia por lo tanto al no responderse trasciende, se eleva tal elevación en él, como existencialista cristiano es la metafísica de lo imposible para saber. No estamos e absoluto de acuerdo con ello, si trasciende, trasciende porque hay conciencie del Ser que sabe que trasciende. Y punto. El Ser entonces es para futuro porque es para sí, es puro proyecto a voz de Feinmman, <eyectado, vomitado al mundo>. Estos proyectos son la transformación del mundo por parte del hombre. Por lo tanto el Ser del futuro es del futuro porque es para sí, pero no es Ser del futuro porque el futuro es incierto, porque todavía no es, y no es porque el Ser del para sí al ser posibilidad tiene acechándolo la posibilidad de morir, y ante esa posibilidad que negaría toda otra posibilidad, posibilidad a realizar en futuro lo detendría matándolo. Es el Ser del para sí quien en su camino para ser del futuro tiene la posibilidad de morir y no ser del futuro que es lo que no es. En suma, el Ser es pasado, pero el pasado ya no es, entonces es futuro, pero el futuro no es todavía, entonces el Ser es presente, pero el presente no existe, sólo es una línea que divide pasado y futuro, por lo tanto el presente es en dimensión y propiedad estructural NADA. El Ser es nada.



[1] _HEIDEGGER, MARTIN, EL SER Y EL TIEMPO, FCE, MÉXICO, D.F, 2012, pág.  30