jueves, 26 de marzo de 2020

El libro como objeto. La bibliofilia como consecuencia de la lectura


El objeto de la lectura
La bibliofilia como consecuencia de la lectura
“Estoy como acosado por una pasión inagotable que hasta ahora no he podido ni querido frenar. No consigo saciarme de libros”

Petrarca



Leer puede significar muchas cosas, y hay que delimitar su extensión, para precisar de lo que se trata de inteligir[1]. Por ejemplo, se puede leer un símbolo de tránsito, que responde ante quien lo lee como una señal, podemos leer un subtítulo de una película, para comprender lo que ocurre a nivel del dialogo, se puede  igual leer un resultado clínico, y de ello diagnosticar una enfermedad. Es decir, para no confundir más, leer se entiende de muchas maneras; incluso hay quien afirma leer las cartas o el restante del café, y ¡felicidades! Pero lo que cabe destacar, es que leer, puede hacerlo cualquier persona que haya aprendido el abecedario, haya podido unir vocales con consonantes, construir bisílabos, trisílabos y todo lo que ocurre cuando el hombre se dispone y todo lo que le rodea persuade que él aprenda aquello que es necesario, en última instancia, leer.


Para esta empresa es entonces, y de mucha importancia entender, para saber de qué se está hablando,  que leer se enjuicia como aquella actividad intelectual de no dejar de leer, leer es no dejar de leer. Y si leer es no dejar de leer, entonces, leer repercute en la vida de quien es capaz de leer. Transformando así, la vida de quien destina tiempo leyendo. Y es que aunque parezca ridículo, pero sin la lectura, sin ese proceso, no se pude, como atestigua el argentino Alberto en Unas palabra preliminares “la lectura es un acto solitario; sin embargo su consecuencia lógica es el impulso de compartirla con otros, de tomar a un amigo por el brazo y llevarlo a ese pasaje que tanto nos conmovió, nos iluminó, nos llenó de azoramiento o felicidad[2]”.
Mientras embalo mi biblioteca', de Alberto Manguel: La necrológica ...

La bibliofilia como bien lo enuncia su articulación, está conformada por dos palabras: biblio y filos, la primera simplemente se traduce como libro por la ciudad de Biblos, y la segunda es un equivalente a la palabra amor, pero no debe confundirse con el amor carnal comprendido en castizo, amor como atracción. La palabra como amor al saber,  “filosofía” significa de acuerdo a Giorgio Colli al interpretar el amor filosófico de Platón; no era la “aspiración de algo nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido”[3]. Si nos limitamos a la reflexión del profesor italiano, entonces leer es volver a la lectura, pero, cómo se vuelve a la lectura, únicamente poseyendo lo objetos de la lectura.

El bibliófilo es un hombre que ama los libros. Que los atesora, que los desea y quisiera perpetuar en ellos su deseo, es decir, que todo aquel que conozca sus libros, los atesore como los aprecia su dueño. El bibliófilo es un amante de los libros como objetos de esclavitud. Los esclaviza para él, para su librero, su estante, su biblioteca, para hacerlos girar es su revolving desk.

 El caballero de los libros, ama los libros, eso ya lo mencionamos, pero sobre todo se proyecta a futuro, quiere ostentar el título de Bibliofilax[4] característica común entre los amantes de los libros. Es muy difícil deshacerse de un ejemplar, más cuando ese libro es importante solo por el hecho de que el aficionado bibliófilo le ha entregado el valor de ‘pertenencia a su biblioteca’. Para ejemplificar ese dilema está un caso personal;  poseo una  edición del Fausto de Goethe, de la Universidad Autónoma de México, con excelentes grabados, del año 24, del siglo pasado, cuando la UNAM no tenía lo de ‘autónoma’ que no cambio por nada. Es una edición hermosa, que el tiempo ha hecho que huela a vainilla, y que el amarillo de sus hojas solo responde a mayor amor. No lo intercambio por nada. El amor por los libros es un amor pasional, tal como lo dice Descartes, “es un estado de ánimo, frecuentemente vigoroso, pero heterogéneo: es un movimiento del alma[5]”.

El amor por los libros, no respeta credo, nacionalidad o cultura, impregna con su droga, la adicción de quien sabe leer. Lo que significa que leer es poseer, dentro del marco de la ‘bibliofilia’ como una actividad burguesa. No es del todo cierto, pues la bibliofilia está ligada al legado dejado al paso de la lectura, la lectura como una cultura del espíritu de la época. Un ejemplo de ello se describe en el artículo de Díaz Lavado[6] cuando al retratar a Estilpón, que había perdido gran parte de su biblioteca a consecuencia de la toma de la ciudad de Poliorcetes, éste dice a su favor, que nada le debe la guerra, que la pérdida de sus libros no limita su παιδεία paideia, su educación, su formación, al final, lo que él es. El hombre que posee un libro, y dentro de la posesión halla el sentido mismo de poseer, no solo se posiciona en un lugar del álter ego inalcanzable por los mismos mortales, se ubica en una cima que solamente él es capaz de escalar, como lo describe Stephan Zweig: “el hecho de poder tener un valioso libro entre las manos significaba para Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer. Aquellos instantes eran sus noches de amor platónico. Tan solo el libro, jamás el dinero, tenía poder sobre él[7]”.

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En el mundo antiguo las fuentes bibliográficas son muy escasas, pero no por ello menos importantes. Está el caso de la Biblioteca de Alejandría[8], que fue foco axial para la compra, enseñanza y difusión del legado helénico-romano. La bibliofilia está ligada históricamente a la tradición expansionista de la historia imperial. Un ejemplo de ello es la difusión del libro en la España musulmana como cabalmente relata Julian Ribera Tarragó; «Estuve, dice, una vez en Córdoba y solía ir con frecuencia al mercado de libros por ver si encontraba de venta uno que tenía vehemente anhelo de adquirir. Un día, por fin, apareció un ejemplar de hermosa letra y elegante encuadernación. Tuve gran alegría. Comencé a pujar; pero el corredor que los vendía a pública subasta, todo era revolverse hacia a mí indicando que otro ofrecía mayor precio. Fui pujando hasta llegar a suma exorbitante, muy por encima del verdadero valor del libro bien pagado. Viendo que lo pujaban más, dije al corredor que me indicase la persona que lo hacía y me señaló a un hombre de muy elegante porte, bien vestido, con aspecto de persona principal. Acerqueme a él y le dije: Dios guarde a su merced; si el doctor tiene decidido empeño en llevarse el libro, no porfiaré más; hemos ido ya pujando y subiendo demasiado. A lo cual, me contestó: usted dispense, no soy doctor; para que usted vea, ni siquiera me he enterado de qué trata el libro; pero como uno tiene que acomodarse a las exigencias de la buena sociedad de Córdoba, se ve precisado a formar biblioteca: en los estantes de mi librería tengo un hueco que pide exactamente el tamaño de este libro y como he visto que tiene bonita letra y bonita encuadernación, me ha placido: por lo demás, ni siquiera me he fijado en el precio; ¡gracias a Dios me sobra dinero para esas cosas! Al oír aquello, prosigue nuestro bibliófilo, me indigné, no pude aguantarme y le dije: Sí ya, personas como usted son las que tienen dinero; bien es verdad lo que dice el dicho: Da Dios nueces a quien no tiene dientes. Yo que sé el contenido del libro y deseo aprovecharme de él, por mi pobreza, no puedo utilizarle[9]

El anterior pasaje aparte de curioso, nos hace entender lo que el libro por si solo causa en quien lo atesora. Se sabe que Alejandro Magno llevaba en sus campañas una edición de la Ilíada así como los escritos históricos de Filisto, el primero revisado por Aristóteles, su maestro, y que también le servía de almohada. Aristóteles por su parte, “era propietario de una rica biblioteca privada, ordenada científicamente en el Liceo, un gimnasio al este de Atenas[10]”.


 El bibliófilo Alberto Manguel en su exquisito libro Mientras embalo mi biblioteca nos cuenta su apasionante amor por los libros como objeto de lectura; “No me gusta que me prohíban escribir en los márgenes de los libros que tomo prestados. No me gusta tener que devolver libros en los que descubro algo asombroso o precioso. Como un saqueador rapaz, quiero que los libros que leo sean míos[11]”.  El lector devorador de libros es un individuo por demás raro, las aficiones o filias causan muchas veces la extrañeza de la gente, ¿para qué quieres tantos libros? Recuerdo hoy con mucha tristeza un libro que presté a un colega y que nunca regresó, se trataba del libro La piedra filosofal de Tomas de Aquino, a esa ruina se suma la pérdida de varios ejemplares valiosos y que hoy en día anhelo recuperar. Sin embargo, cuando percibo que me falta uno, me alivio al corroborar que sigo poseyendo otros, que para la mayoría no es sinónimo de valor, pero el bibliófilo ama los libros por el libro mismo, porque es una edición cuidada, o una primera edición, edición príncipe. En mi biblioteca tengo, varios libros que son muestra indudable de mi actividad profesional y bibliófila. Entre las rarezas, está un texto en maya, con una portada de una pareja casándose (del que no he podido indagar más), también una enciclopedia editada por Albert A. Hopkins en Nueva York que data de 1895.


El aficionado a los libros, busca encuadernaciones firmadas, si es posible por el mismo autor, lo que aumenta el valor del mismo, o hallar una carta, un boleto de camión o una fotografía. En su momento, cuando tuve la oportunidad de realizar el inventario de una biblioteca en el Instituto de cultura de Cancún, tuve en mis manos libros que pertenecieron a la poeta Margarita Paz Paredes, recuerdo abrir un baúl y sacar la correspondencia que mantuvo con otros escritores como Octavio Paz, Fernando del Paso y José Emilio Pacheco por citar algunos. De esa biblioteca tengo un hermoso recuerdo, ya que el bibliófilo es un ratero profesional, tome un libro al que acudo siempre que deseo emocionarme, Noticias del Imperio de Fernando del Paso, ejemplar que tuvo en sus manos la poeta. El poeta español Luis Antonio de Villena[12] narra así sus inicios en el mundo de la bibliofilia; Que yo recuerde uno de los primeros libros que compré sintiéndome bibliófilo fue una bella edición en octavo y en latín, con pequeños pero atractivos grabados de las “Opera omnia” de Publio Virgilio Marón, hecha en las prensas del célebre impresor Fermin Didot en 1831. Como lo compré en la primavera de 1968 (una fecha mítica, sin saberlo) me pareció una pequeña joya que conservo….

Villena: «Fui un niño raro sin buscarlo y con 16 años decidí ...

Michel de Montaigne en su capítulo dedicado a los libros, reconoce que en ellos halla un antídoto para no aburrirse, no pareciera mostrar un espíritu bibliófilo, pero es certero y honesto cuando al hablar de los libros, precisa muy bien su relación, “Cuando un libro me aburre cojo otro, y solo me consagro a la lectura cuando empieza a dominarme el fastidio de no hacer nada[13]”. El escritor Jorge Luis Borges no puede faltar en el listado de bibliófilo y erudito, y el lugar donde desborda esa sustancia intelectual es precisamente en sus libros, mucho tiempo fue La biblioteca de babel mi cuento predilecto. Quién no se ha emocionado, imaginando esos pasillos y recovecos descritos con belleza arquitectónica. Los libros son una extensión de la memoria sentenciaría Borges. Alberto Manguel, del que ya hablamos reaparece aquí al ser en su juventud asistente de Borges, quien le solicitaba leyera los textos de su agrado. Manguel confesó tener más de treinta y cinco mil volúmenes en su biblioteca, una verdadera Biblioteca de Babel. En su libro Cómo pinocho aprendió a leer, dice; “Cada lector es reflejado en sus lecturas de dos maneras. Primero, porque la elección de los títulos y el orden en el que se encuentran revelan la lógica y estética del lector; segundo, porque las páginas, obviamente leídas, marcadas de señales y de observaciones, apuntan pasajes en los que ese lector ha sentido su propia voz, sus propias alegrías y temores descubiertos y puestos en palabras[14]”.

Antonio Pérez-Paredes
Profesor y bibliófilo 



[1] Latín, intelligere.
[2] Manguel, Alberto, Cómo pinocho aprendió a leer, México, Siglo veintiuno, pág 19
[3] Colli, Giorgio, El nacimiento de la filosofía, 2009, Tusquets Editores, pág. 14.México D.F. Traducción de Carlos Manzano.
[4] Tzetzez, Prolegómenos a Aristófanes donde se hace referencia a Eratóstenes como guardián de los libros.
[5] Tratado de las pasiones, I, 27-29.
[6] Véase el artículo, La educación en la antigua Grecia, 2001.
[7] Ordine, Nuccio, Clásicos para la vida, una pequeña biblioteca ideal, Acantilado, pág.74
[8] Cuya fundación se data el 7 de Abril del 331 a.c.
[9] Tarragó, Julian, Ribera, Bibliófilos y bibliotecas en la España Musulmana.  
[10] Cavallo, Guglielmo, (Dir.), Libros, editores y público en el Mundo antiguo, Alianza Editorial, Madrid, España, 1995, pág.55
[11] Manguel, Alberto, Mientras embalo mi biblioteca, Editorial Almadía, México, pág. 22
[13] Montaigne, Michel, Ensayos, Taurus, México, 2014, pág. 74
[14] Manguel, Alberto, Cómo pinocho aprendió a leer, México, Siglo veintiuno, pág. 53

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