El objeto de la lectura
La bibliofilia como consecuencia de la lectura
“Estoy
como acosado por una pasión inagotable que hasta ahora no he podido ni querido
frenar. No consigo saciarme de libros”
Petrarca
Leer puede significar muchas
cosas, y hay que delimitar su extensión, para precisar de lo que se trata de
inteligir[1].
Por ejemplo, se puede leer un símbolo de tránsito, que responde ante quien lo
lee como una señal, podemos leer un subtítulo de una película, para comprender
lo que ocurre a nivel del dialogo, se puede
igual leer un resultado clínico, y de ello diagnosticar una enfermedad.
Es decir, para no confundir más, leer se entiende de muchas maneras; incluso
hay quien afirma leer las cartas o el restante del café, y ¡felicidades! Pero
lo que cabe destacar, es que leer, puede hacerlo cualquier persona que haya
aprendido el abecedario, haya podido unir vocales con consonantes, construir
bisílabos, trisílabos y todo lo que ocurre cuando el hombre se dispone y todo
lo que le rodea persuade que él aprenda aquello que es necesario, en última
instancia, leer.
Para esta
empresa es entonces, y de mucha importancia entender, para saber de qué se está
hablando, que leer se enjuicia como
aquella actividad intelectual de no dejar de leer, leer es no dejar de leer. Y
si leer es no dejar de leer, entonces, leer repercute en la vida de quien es
capaz de leer. Transformando así, la vida de quien destina tiempo leyendo. Y es
que aunque parezca ridículo, pero sin la lectura, sin ese proceso, no se pude,
como atestigua el argentino Alberto en Unas palabra preliminares “la lectura es un acto solitario; sin embargo
su consecuencia lógica es el impulso de compartirla con otros, de tomar a un
amigo por el brazo y llevarlo a ese pasaje que tanto nos conmovió, nos iluminó,
nos llenó de azoramiento o felicidad[2]”.
La bibliofilia como bien lo
enuncia su articulación, está conformada por dos palabras: biblio y filos, la
primera simplemente se traduce como libro por la ciudad de Biblos, y la segunda
es un equivalente a la palabra amor, pero no debe confundirse con el amor
carnal comprendido en castizo, amor como atracción. La palabra como amor al
saber, “filosofía” significa de acuerdo
a Giorgio Colli al interpretar el amor filosófico de Platón; no era la “aspiración de algo nunca alcanzado, sino
tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido”[3]. Si nos limitamos a la reflexión del
profesor italiano, entonces leer es volver a la lectura, pero, cómo se vuelve a
la lectura, únicamente poseyendo lo objetos de la lectura.
El bibliófilo es un hombre que
ama los libros. Que los atesora, que los desea y quisiera perpetuar en ellos su
deseo, es decir, que todo aquel que conozca sus libros, los atesore como los
aprecia su dueño. El bibliófilo es un amante de los libros como objetos de
esclavitud. Los esclaviza para él, para su librero, su estante, su biblioteca,
para hacerlos girar es su revolving desk.
El caballero de los libros,
ama los libros, eso ya lo mencionamos, pero sobre todo se proyecta a futuro,
quiere ostentar el título de Bibliofilax[4]
característica común entre los amantes de los libros. Es muy difícil deshacerse
de un ejemplar, más cuando ese libro es importante solo por el hecho de que el
aficionado bibliófilo le ha entregado el valor de ‘pertenencia a su
biblioteca’. Para ejemplificar ese dilema está un caso personal; poseo una
edición del Fausto de Goethe, de la Universidad Autónoma de México, con
excelentes grabados, del año 24, del siglo pasado, cuando la UNAM no tenía lo
de ‘autónoma’ que no cambio por nada. Es una edición hermosa, que el tiempo ha
hecho que huela a vainilla, y que el amarillo de sus hojas solo responde a
mayor amor. No lo intercambio por nada. El amor por los libros es un amor
pasional, tal como lo dice Descartes, “es
un estado de ánimo, frecuentemente vigoroso, pero heterogéneo: es un movimiento
del alma[5]”.
El amor por los libros, no
respeta credo, nacionalidad o cultura, impregna con su droga, la adicción de
quien sabe leer. Lo que significa que leer es poseer, dentro del marco de la
‘bibliofilia’ como una actividad burguesa. No es del todo cierto, pues la bibliofilia
está ligada al legado dejado al paso de la lectura, la lectura como una cultura
del espíritu de la época. Un ejemplo de ello se describe en el artículo de Díaz
Lavado[6]
cuando al retratar a Estilpón, que había perdido gran parte de su biblioteca a
consecuencia de la toma de la ciudad de Poliorcetes, éste dice a su favor, que
nada le debe la guerra, que la pérdida de sus libros no limita su παιδεία paideia,
su educación, su formación, al final, lo que él es. El hombre que posee un
libro, y dentro de la posesión halla el sentido mismo de poseer, no solo se
posiciona en un lugar del álter ego
inalcanzable por los mismos mortales, se ubica en una cima que solamente él es
capaz de escalar, como lo describe Stephan Zweig: “el hecho de poder tener un valioso libro entre las manos significaba
para Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer. Aquellos instantes
eran sus noches de amor platónico. Tan solo el libro, jamás el dinero, tenía
poder sobre él[7]”.
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En el mundo antiguo las fuentes
bibliográficas son muy escasas, pero no por ello menos importantes. Está el
caso de la Biblioteca de Alejandría[8],
que fue foco axial para la compra, enseñanza y difusión del legado
helénico-romano. La bibliofilia está ligada históricamente a la tradición
expansionista de la historia imperial. Un ejemplo de ello es la difusión del
libro en la España musulmana como cabalmente relata Julian Ribera Tarragó; “«Estuve, dice, una vez en Córdoba y
solía ir con frecuencia al mercado de libros por ver si encontraba de venta uno
que tenía vehemente anhelo de adquirir. Un día, por fin, apareció un ejemplar
de hermosa letra y elegante encuadernación. Tuve gran alegría. Comencé a pujar;
pero el corredor que los vendía a pública subasta, todo era revolverse hacia a
mí indicando que otro ofrecía mayor precio. Fui pujando hasta llegar a suma
exorbitante, muy por encima del verdadero valor del libro bien pagado. Viendo
que lo pujaban más, dije al corredor que me indicase la persona que lo hacía y
me señaló a un hombre de muy elegante porte, bien vestido, con aspecto de
persona principal. Acerqueme a él y le dije: Dios guarde a su merced; si el
doctor tiene decidido empeño en llevarse el libro, no porfiaré más; hemos ido
ya pujando y subiendo demasiado. A lo cual, me contestó: usted dispense, no soy
doctor; para que usted vea, ni siquiera me he enterado de qué trata el libro;
pero como uno tiene que acomodarse a las exigencias de la buena sociedad de
Córdoba, se ve precisado a formar biblioteca: en los estantes de mi librería
tengo un hueco que pide exactamente el tamaño de este libro y como he visto que
tiene bonita letra y bonita encuadernación, me ha placido: por lo demás, ni
siquiera me he fijado en el precio; ¡gracias a Dios me sobra dinero para esas
cosas! Al oír aquello, prosigue nuestro bibliófilo, me indigné, no
pude aguantarme y le dije: Sí ya, personas como usted son las que tienen
dinero; bien es verdad lo que dice el dicho: Da Dios nueces a quien no tiene
dientes. Yo que sé el contenido del libro y deseo aprovecharme de él, por mi
pobreza, no puedo utilizarle[9].»
El anterior pasaje aparte de
curioso, nos hace entender lo que el libro por si solo causa en quien lo
atesora. Se sabe que Alejandro Magno llevaba en sus campañas una edición de la Ilíada
así como los escritos históricos de Filisto, el primero revisado por
Aristóteles, su maestro, y que también le servía de almohada. Aristóteles por
su parte, “era propietario de una rica
biblioteca privada, ordenada científicamente en el Liceo, un gimnasio al este
de Atenas[10]”.
El bibliófilo Alberto Manguel en su exquisito
libro Mientras embalo mi biblioteca nos cuenta su apasionante amor por los
libros como objeto de lectura; “No me
gusta que me prohíban escribir en los márgenes de los libros que tomo
prestados. No me gusta tener que devolver libros en los que descubro algo
asombroso o precioso. Como un saqueador rapaz, quiero que los libros que leo
sean míos[11]”.
El lector devorador de libros es un
individuo por demás raro, las aficiones o filias causan muchas veces la
extrañeza de la gente, ¿para qué quieres tantos libros? Recuerdo hoy con mucha
tristeza un libro que presté a un colega y que nunca regresó, se trataba del
libro La piedra filosofal de Tomas de Aquino, a esa ruina se suma la pérdida de
varios ejemplares valiosos y que hoy en día anhelo recuperar. Sin embargo,
cuando percibo que me falta uno, me alivio al corroborar que sigo poseyendo
otros, que para la mayoría no es sinónimo de valor, pero el bibliófilo ama los
libros por el libro mismo, porque es una edición cuidada, o una primera
edición, edición príncipe. En mi biblioteca tengo, varios libros que son
muestra indudable de mi actividad profesional y bibliófila. Entre las rarezas,
está un texto en maya, con una portada de una pareja casándose (del que no he
podido indagar más), también una enciclopedia editada por Albert A. Hopkins en
Nueva York que data de 1895.
El aficionado a los libros, busca
encuadernaciones firmadas, si es posible por el mismo autor, lo que aumenta el
valor del mismo, o hallar una carta, un boleto de camión o una fotografía. En su
momento, cuando tuve la oportunidad de realizar el inventario de una biblioteca
en el Instituto de cultura de Cancún, tuve en mis manos libros que
pertenecieron a la poeta Margarita Paz Paredes, recuerdo abrir un baúl y sacar
la correspondencia que mantuvo con otros escritores como Octavio Paz, Fernando
del Paso y José Emilio Pacheco por citar algunos. De esa biblioteca tengo un
hermoso recuerdo, ya que el bibliófilo es un ratero profesional, tome un libro
al que acudo siempre que deseo emocionarme, Noticias del Imperio de Fernando
del Paso, ejemplar que tuvo en sus manos la poeta. El poeta español Luis
Antonio de Villena[12]
narra así sus inicios en el mundo de la bibliofilia; “Que yo recuerde uno
de los primeros libros que compré sintiéndome bibliófilo fue una bella edición
en octavo y en latín, con pequeños pero atractivos grabados de las “Opera
omnia” de Publio Virgilio Marón, hecha en las prensas del célebre impresor
Fermin Didot en 1831. Como lo compré en la primavera de 1968 (una fecha mítica,
sin saberlo) me pareció una pequeña joya que conservo…”.
Michel de Montaigne
en su capítulo dedicado a los libros, reconoce que en ellos halla un antídoto
para no aburrirse, no pareciera mostrar un espíritu bibliófilo, pero es certero
y honesto cuando al hablar de los libros, precisa muy bien su relación, “Cuando un libro me aburre cojo otro, y solo
me consagro a la lectura cuando empieza a dominarme el fastidio de no hacer
nada[13]”.
El escritor Jorge Luis Borges no puede faltar en el listado de bibliófilo y
erudito, y el lugar donde desborda esa sustancia intelectual es precisamente en
sus libros, mucho tiempo fue La biblioteca de babel mi cuento predilecto. Quién
no se ha emocionado, imaginando esos pasillos y recovecos descritos con belleza
arquitectónica. Los libros son una extensión de la memoria sentenciaría Borges.
Alberto Manguel, del que ya hablamos reaparece aquí al ser en su juventud
asistente de Borges, quien le solicitaba leyera los textos de su agrado.
Manguel confesó tener más de treinta y cinco mil volúmenes en su biblioteca,
una verdadera Biblioteca de Babel. En su libro Cómo pinocho aprendió a leer,
dice; “Cada lector es reflejado en sus
lecturas de dos maneras. Primero, porque la elección de los títulos y el orden en
el que se encuentran revelan la lógica y estética del lector; segundo, porque
las páginas, obviamente leídas, marcadas de señales y de observaciones, apuntan
pasajes en los que ese lector ha sentido su propia voz, sus propias alegrías y
temores descubiertos y puestos en palabras[14]”.
Antonio Pérez-Paredes
Profesor y bibliófilo
[2] Manguel,
Alberto, Cómo pinocho aprendió a leer, México, Siglo veintiuno, pág 19
[3]
Colli, Giorgio, El nacimiento de la filosofía, 2009, Tusquets Editores, pág.
14.México D.F. Traducción de Carlos Manzano.
[4]
Tzetzez, Prolegómenos a Aristófanes donde se hace referencia a Eratóstenes como
guardián de los libros.
[5]
Tratado de las pasiones, I, 27-29.
[6]
Véase el artículo, La educación en la antigua Grecia, 2001.
[7] Ordine, Nuccio, Clásicos para la vida, una pequeña biblioteca ideal, Acantilado, pág.74
[8]
Cuya fundación se data el 7 de Abril del 331 a.c.
[10]
Cavallo, Guglielmo, (Dir.), Libros, editores y público en el Mundo antiguo,
Alianza Editorial, Madrid, España, 1995, pág.55
[11]
Manguel, Alberto, Mientras embalo mi biblioteca, Editorial Almadía, México,
pág. 22
[13]
Montaigne, Michel, Ensayos, Taurus, México, 2014, pág. 74
[14]
Manguel, Alberto, Cómo pinocho aprendió a leer, México, Siglo veintiuno, pág.
53
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