El siguiente texto es el primer capítulo del libro EL CRIMEN PERFECTO.
El pensamiento de Baudrillard gira entre los más lúcidos y prominentes del pasado posmodernismo del siglo XX. Autor selecto y prominente intelectual nos confiere una visión trágica de cómo el ser interactuan con la realidad hasta despedazarla, hasta asesinarla. Lic. Antonio Pérez-Paredes
EL CRIMEN PERFECTO
Si
no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, es decir, sin
criminal,
sin
víctima y sin móvil. Un crimen cuya verdad habría desaparecido para siempre, y
cuyo
secreto
no se desvelaría jamás por falta de huellas.
Pero,
precisamente, el crimen nunca es perfecto, pues el mundo se traiciona por las
apariencias,
que son las huellas de su inexistencia, las huellas de la continuidad de la
nada, ya
que
la propia nada, la continuidad de la nada, deja huellas. Y así es como el mundo
traiciona
su
secreto. Así es como se deja presentir, ocultándose detrás de las apariencias.
También
el artista está cerca siempre del crimen perfecto, que es no decir nada. Pero
se
aparta
de él, y su obra es la huella de esta imperfección criminal. Según Michaux, el
artista es
aquel
que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar
huellas.
La
perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado —perfectum
—. Desviación, desde
antes de que se produzca, del mundo tal como es. Por tanto, jamás será
descubierto.
No habrá Juicio Final para castigarlo o para absolverlo. No habrá final porque
las
cosas
siempre han ocurrido ya. Ni resolución ni absolución, sino desarrollo
ineluctable de las
consecuencias.
Precesión del crimen original —¿cuya forma irrisoria tal vez se encontraría en
la
precesión
actual de los simulacros?—. Nuestro destino, a partir de ahí, es la realización
de ese
crimen,
su desarrollo implacable, la continuidad del mal, la continuación de la nada.
Jamás
viviremos
su escena primitiva, pero vivimos en todo momento su prosecución y su
expiación.
No
hay final para eso, y sus consecuencias son incalculables.
De
la misma manera que los pocos segundos iniciales del Big Bang son insondables,
los
pocos
segundos del crimen original son inencontrables. Crimen fósil, por tanto, igual
que los
ruidos
fósiles esparcidos por el universo. Y es la energía de este crimen, como la del
estallido
final,
la que se distribuirá por el mundo, hasta su eventual agotamiento.
Ésta
es la visión mítica del crimen original, la de la alteración del mundo en el
juego de la
seducción
y las apariencias, y de su ilusión definitiva.
Ésta
es la forma del secreto.
La
gran pregunta filosófica era: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» Hoy, la
auténtica
pregunta es: «¿Por qué no existe nada en lugar de algo?»
La
ausencia de las cosas por sí mismas, el hecho de que no se produzcan a pesar de
lo
que
parezca, el hecho de que todo se esconda detrás de su propia apariencia y que,
por tanto,
no
sea jamás idéntico a sí mismo, es la ilusión material del mundo. Y ésta sigue
siendo, en el
fondo,
el gran enigma, el que nos sume en el terror y del que nos protegemos con la
ilusión
formal
de la verdad.
So
pena de aterrorizarnos, tenemos que descifrar el mundo, y aniquilar, por tanto,
su
ilusión
primera. No soportamos el vacío, ni el secreto, ni la apariencia pura. ¿Y por
qué
tenemos
que descifrarlo, en lugar de dejar que irradie su ilusión como tal, en todo su
esplendor?
Pues
bien, también eso es un enigma, y forma parte del enigma que no podamos
soportar
su carácter enigmático. Que no podamos soportar su ilusión ni su apariencia
pura
forma
parte del mundo. Tampoco soportaríamos mejor, si tuviera que existir, su verdad
radical
y
su transparencia.
La
verdad, por su parte, quiere ofrecerse desnuda. Busca la desnudez
desesperadamente,
como Madonna en la película que la hizo famosa. Su striptease desesperanzado
es
el mismo que el de la realidad, que se «oculta» en sentido literal, ofreciendo
a los
ojos
de los mirones crédulos la apariencia de la desnudez. Pero esta desnudez la
rodea,
precisamente,
de una segunda película, que ni siquiera tiene el encanto erótico del traje. Ya
no
hacen
falta solteros para desnudarla, puesto que ha renunciado por sí misma al trampantojo
a
cambio
del strip-tease.
Por
otra parte, la principal objeción a la realidad es su carácter de sumisión
incondicional a
todas
las hipótesis que pueden hacerse sobre ella. Así es como desanima a las mentes
más activas,
con
su conformismo más miserable. Podemos someterla, a ella y a su principio (¿qué
hacen
además
juntos, sino copular vulgarmente y engendrar innumerables evidencias?), a las
servicias
más
crueles, a las provocaciones más obscenas, a las
insinuaciones más paradójicas, se doblega a
todo
con un servilismo inexorable. La realidad es una perra. ¿Qué tiene de
asombroso, por otra
parte,
ya que ha nacido de la fornicación de la estupidez con el espíritu de cálculo
—desecho de la
ilusión
sagrada entregada a los chacales de la ciencia?
Para
recuperar la huella de la nada, de la inconclusión, de la imperfección del
crimen, hay
que
suprimir, por tanto, la realidad del mundo. Para recuperar la constelación del
secreto, hay
que
suprimir la acumulación de realidad y de lenguaje. Hay que suprimir una tras
otra las
palabras
del lenguaje, suprimir una tras otra las cosas de la realidad, arrancar lo
mismo a lo
mismo.
Es preciso que, detrás de cada fragmento de realidad, haya desaparecido algo
para
garantizar
la continuidad de la nada —sin ceder, por ello, a la tentación de la
aniquilación, ya
que
es preciso que la desaparición permanezca viva, que la huella del crimen
permanezca viva.
Lo
que hemos desaprendido de la modernidad, en la que hemos acumulado, adicionado,
sobrepujado
incesantemente, es que sólo la sustracción da la fuerza y que de la ausencia
nace
la
potencia. Y como ya no somos capaces de afrontar el dominio simbólico de la
ausencia,
estamos
sumidos en la ilusión contraria, la ilusión, desencantada, de la proliferación
de las
pantallas
y las imágenes.
Ahora
bien, la imagen ya no puede imaginar lo real, ya que ella misma lo es. Ya no
puede
soñarlo,
ya que ella es su realidad virtual. Es como si las cosas hubieran engullido su
espejo y
se
hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para
sí
mismas,
a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar
ausentes
de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de
pantallas
de
cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La
realidad ha sido
expulsada
de la realidad. Sólo la tecnología sigue tal vez uniendo los fragmentos
dispersos de
lo
real. Pero ¿adonde ha ido a parar la constelación del sentido?
La
única incógnita que queda es saber hasta qué punto puede desrealizarse el mundo
antes
de sucumbir a su excesivamente escasa realidad, o, a la inversa, hasta qué
punto puede
hiperrealizarse
antes de sucumbir bajo el exceso de realidad (es decir, cuando, convertido en
absolutamente
real, convertido en más verdadero que lo verdadero, caiga bajo el golpe de la
simulación
total).
No
es seguro, sin embargo, que la constelación del secreto sea aniquilada por la
transparencia
del universo virtual, ni que la fuerza de la ilusión sea barrida por la
operación
técnica
del mundo. Cabe presentir detrás de todas las técnicas una suerte de afectación
absoluta
y de doble juego: su misma exorbitancia las convierte en un juego de
desaparición
del
mundo escondido tras la ilusión de transformarlo. ¿La técnica es la alternativa
asesina a la
ilusión
del mundo, o bien sólo es un avatar gigantesco de la misma ilusión fundamental,
su
sutil
peripecia esencial, la última hipóstasis?
A
través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto
que nos
seduce
con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la
racionalidad,
culminante
en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa
voluntad
de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un
avatar.
En
el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni
siquiera
puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea
una
treta
del propio mundo. Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que
pretendían
representar
a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes,
disimulaban
con
ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios
había
desaparecido.
No había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema.
Quedaba
resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de
la
realidad
de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión
de
imágenes
en las que no hay nada que ver.
Pero
¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para desaparecer,
obedeciendo
él mismo a la pulsión de no dejar huellas?
Así
se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más elevada
función
del
signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa
desaparición. El
arte
no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están
condenados al
mismo
destino.
Como
ya nada quiere ser exactamente contemplado, sino sólo visualmente absorbido y
circular
sin dejar huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del
intercambio
imposible,
es difícil hoy en día recobrar las apariencias. De suerte que el discurso que
lo
explicara
sería un discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo
en el
que
no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de un objeto que no lo
es. La
equivalencia
armoniosa de la nada por la nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo
es
nos
obsesiona sin parar con su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema
consiste, en las
fronteras
de la nada, en materializar esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la
filigrana
del
vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con las reglas
misteriosas de
la
indiferencia.
La
identificación del mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en
cualquier
otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual que en las «Bellas
Durmientes»,
donde los ancianos pasan la noche al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero
sin
tocarlas, y se eclipsan
antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto
que
no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico. Pero lo más
enigmático es
que
nada permite saber si ellas duermen realmente o si disfrutan maliciosamente,
desde el
fondo
de su sueño, de su seducción y de su propio deseo en suspenso.
No
ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de
espiritualidad
irónica
del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir. La
inteligencia no
es
otra cosa que el presentimiento de la ilusión universal hasta en la pasión
amorosa, sin que
ésta,
sin embargo, se vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte
que la
pasión:
la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la
ilusión.
La
identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar nuestro
rostro, ya
que
su simetría se ve alterada por el espejo. Verla tal cual es sería una locura,
ya que no
tendríamos
secreto para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por
transparencia.
¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma tal que su rostro se le
hace
invisible y se convierte definitivamente en no identificable, no sólo en el
secreto de su
rostro,
sino en el de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier
objeto, que
sólo
nos llega definitivamente alterado, incluso en la pantalla de la ciencia,
incluso en el espejo
de
la información, incluso en la pantalla de nuestro cerebro. Así pues, todas las
cosas se
ofrecen
sin la esperanza de ser otra cosa que la ilusión de sí mismas. Y está bien que
sea así.
Menos
mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal
que
nada
se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno.
Si la velocidad de
la
luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la
bóveda del cielo sería de
una
incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo
contrario nos
veríamos
sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el
presente sería de
una
incandescencia insoportable. Menos mal que vivimos bajo la forma de una ilusión
vital, bajo la
forma
de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos
mal que nada
es
instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente
ni es idéntico
a sí mismo. Menos
mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.
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