miércoles, 13 de enero de 2016

Matar la realidad "Baudrillard y el crimen perfecto"

El siguiente texto es el primer capítulo del libro EL CRIMEN PERFECTO.

 
El pensamiento de Baudrillard gira entre los más lúcidos y prominentes del pasado posmodernismo del siglo XX. Autor selecto y prominente intelectual nos confiere una visión trágica de cómo el ser interactuan con la realidad hasta despedazarla, hasta asesinarla.  Lic. Antonio Pérez-Paredes
 
 
EL CRIMEN PERFECTO
 
 
Si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, es decir, sin criminal,
sin víctima y sin móvil. Un crimen cuya verdad habría desaparecido para siempre, y cuyo
secreto no se desvelaría jamás por falta de huellas.
Pero, precisamente, el crimen nunca es perfecto, pues el mundo se traiciona por las
apariencias, que son las huellas de su inexistencia, las huellas de la continuidad de la nada, ya
que la propia nada, la continuidad de la nada, deja huellas. Y así es como el mundo traiciona
su secreto. Así es como se deja presentir, ocultándose detrás de las apariencias.
También el artista está cerca siempre del crimen perfecto, que es no decir nada. Pero se
aparta de él, y su obra es la huella de esta imperfección criminal. Según Michaux, el artista es
aquel que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas.
La perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado —perfectum
—. Desviación, desde antes de que se produzca, del mundo tal como es. Por tanto, jamás será
descubierto. No habrá Juicio Final para castigarlo o para absolverlo. No habrá final porque las
cosas siempre han ocurrido ya. Ni resolución ni absolución, sino desarrollo ineluctable de las
consecuencias. Precesión del crimen original —¿cuya forma irrisoria tal vez se encontraría en la
precesión actual de los simulacros?—. Nuestro destino, a partir de ahí, es la realización de ese
crimen, su desarrollo implacable, la continuidad del mal, la continuación de la nada. Jamás
viviremos su escena primitiva, pero vivimos en todo momento su prosecución y su expiación.
No hay final para eso, y sus consecuencias son incalculables.
De la misma manera que los pocos segundos iniciales del Big Bang son insondables, los
pocos segundos del crimen original son inencontrables. Crimen fósil, por tanto, igual que los
ruidos fósiles esparcidos por el universo. Y es la energía de este crimen, como la del estallido
final, la que se distribuirá por el mundo, hasta su eventual agotamiento.
Ésta es la visión mítica del crimen original, la de la alteración del mundo en el juego de la
seducción y las apariencias, y de su ilusión definitiva.
Ésta es la forma del secreto.
 
La gran pregunta filosófica era: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» Hoy, la
auténtica pregunta es: «¿Por qué no existe nada en lugar de algo?»
La ausencia de las cosas por sí mismas, el hecho de que no se produzcan a pesar de lo
que parezca, el hecho de que todo se esconda detrás de su propia apariencia y que, por tanto,
no sea jamás idéntico a sí mismo, es la ilusión material del mundo. Y ésta sigue siendo, en el
fondo, el gran enigma, el que nos sume en el terror y del que nos protegemos con la ilusión
formal de la verdad.
So pena de aterrorizarnos, tenemos que descifrar el mundo, y aniquilar, por tanto, su
ilusión primera. No soportamos el vacío, ni el secreto, ni la apariencia pura. ¿Y por qué
tenemos que descifrarlo, en lugar de dejar que irradie su ilusión como tal, en todo su esplendor?
Pues bien, también eso es un enigma, y forma parte del enigma que no podamos
soportar su carácter enigmático. Que no podamos soportar su ilusión ni su apariencia pura
forma parte del mundo. Tampoco soportaríamos mejor, si tuviera que existir, su verdad radical
y su transparencia.
La verdad, por su parte, quiere ofrecerse desnuda. Busca la desnudez
desesperadamente, como Madonna en la película que la hizo famosa. Su striptease desesperanzado
es el mismo que el de la realidad, que se «oculta» en sentido literal, ofreciendo a los
ojos de los mirones crédulos la apariencia de la desnudez. Pero esta desnudez la rodea,
precisamente, de una segunda película, que ni siquiera tiene el encanto erótico del traje. Ya no
hacen falta solteros para desnudarla, puesto que ha renunciado por sí misma al trampantojo a
cambio del strip-tease.
Por otra parte, la principal objeción a la realidad es su carácter de sumisión incondicional a
todas las hipótesis que pueden hacerse sobre ella. Así es como desanima a las mentes más activas,
con su conformismo más miserable. Podemos someterla, a ella y a su principio (¿qué hacen
además juntos, sino copular vulgarmente y engendrar innumerables evidencias?), a las servicias
más crueles, a las provocaciones más obscenas, a las insinuaciones más paradójicas, se doblega a
todo con un servilismo inexorable. La realidad es una perra. ¿Qué tiene de asombroso, por otra
parte, ya que ha nacido de la fornicación de la estupidez con el espíritu de cálculo —desecho de la
ilusión sagrada entregada a los chacales de la ciencia?
Para recuperar la huella de la nada, de la inconclusión, de la imperfección del crimen, hay
que suprimir, por tanto, la realidad del mundo. Para recuperar la constelación del secreto, hay
que suprimir la acumulación de realidad y de lenguaje. Hay que suprimir una tras otra las
palabras del lenguaje, suprimir una tras otra las cosas de la realidad, arrancar lo mismo a lo
mismo. Es preciso que, detrás de cada fragmento de realidad, haya desaparecido algo para
garantizar la continuidad de la nada —sin ceder, por ello, a la tentación de la aniquilación, ya
que es preciso que la desaparición permanezca viva, que la huella del crimen permanezca viva.
Lo que hemos desaprendido de la modernidad, en la que hemos acumulado, adicionado,
sobrepujado incesantemente, es que sólo la sustracción da la fuerza y que de la ausencia nace
la potencia. Y como ya no somos capaces de afrontar el dominio simbólico de la ausencia,
estamos sumidos en la ilusión contraria, la ilusión, desencantada, de la proliferación de las
pantallas y las imágenes.
Ahora bien, la imagen ya no puede imaginar lo real, ya que ella misma lo es. Ya no puede
soñarlo, ya que ella es su realidad virtual. Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y
se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para sí
mismas, a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar
ausentes de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas
de cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La realidad ha sido
expulsada de la realidad. Sólo la tecnología sigue tal vez uniendo los fragmentos dispersos de
lo real. Pero ¿adonde ha ido a parar la constelación del sentido?
La única incógnita que queda es saber hasta qué punto puede desrealizarse el mundo
antes de sucumbir a su excesivamente escasa realidad, o, a la inversa, hasta qué punto puede
hiperrealizarse antes de sucumbir bajo el exceso de realidad (es decir, cuando, convertido en
absolutamente real, convertido en más verdadero que lo verdadero, caiga bajo el golpe de la
simulación total).
No es seguro, sin embargo, que la constelación del secreto sea aniquilada por la
transparencia del universo virtual, ni que la fuerza de la ilusión sea barrida por la operación
técnica del mundo. Cabe presentir detrás de todas las técnicas una suerte de afectación
absoluta y de doble juego: su misma exorbitancia las convierte en un juego de desaparición
del mundo escondido tras la ilusión de transformarlo. ¿La técnica es la alternativa asesina a la
ilusión del mundo, o bien sólo es un avatar gigantesco de la misma ilusión fundamental, su
sutil peripecia esencial, la última hipóstasis?
A través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto que nos
seduce con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad,
culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa
voluntad de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar.
En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni
siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una
treta del propio mundo. Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que pretendían
representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban
con ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había
desaparecido. No había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema.
Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la
realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de
imágenes en las que no hay nada que ver.
Pero ¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para desaparecer,
obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas?
Así se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más elevada función
del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El
arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al
mismo destino.
Como ya nada quiere ser exactamente contemplado, sino sólo visualmente absorbido y
circular sin dejar huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del intercambio
imposible, es difícil hoy en día recobrar las apariencias. De suerte que el discurso que lo
explicara sería un discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo en el
que no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de un objeto que no lo es. La
equivalencia armoniosa de la nada por la nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo es
nos obsesiona sin parar con su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema consiste, en las
fronteras de la nada, en materializar esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la filigrana
del vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con las reglas misteriosas de
la indiferencia.
La identificación del mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en
cualquier otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual que en las «Bellas
Durmientes», donde los ancianos pasan la noche al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero
sin tocarlas, y se eclipsan antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto
que no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico. Pero lo más enigmático es
que nada permite saber si ellas duermen realmente o si disfrutan maliciosamente, desde el
fondo de su sueño, de su seducción y de su propio deseo en suspenso.
No ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de espiritualidad
irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir. La inteligencia no
es otra cosa que el presentimiento de la ilusión universal hasta en la pasión amorosa, sin que
ésta, sin embargo, se vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte que la
pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la ilusión.
La identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar nuestro rostro, ya
que su simetría se ve alterada por el espejo. Verla tal cual es sería una locura, ya que no
tendríamos secreto para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por
transparencia. ¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma tal que su rostro se le
hace invisible y se convierte definitivamente en no identificable, no sólo en el secreto de su
rostro, sino en el de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier objeto, que
sólo nos llega definitivamente alterado, incluso en la pantalla de la ciencia, incluso en el espejo
de la información, incluso en la pantalla de nuestro cerebro. Así pues, todas las cosas se
ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa que la ilusión de sí mismas. Y está bien que sea así.
Menos mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal que
nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de
la luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la bóveda del cielo sería de
una incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos
veríamos sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el presente sería de
una incandescencia insoportable. Menos mal que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la
forma de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos mal que nada
es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente ni es idéntico
a sí mismo. Menos mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario